La llave I

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Quinn

La hoguera que habíamos encendido ardía con fuerza y nos calentaba con su anaranjado chisporroteo. Era el primer fin de semana de noviembre y hacía frío, sobre todo por la noche. Ir de acampada era divertido, pero quizás habíamos esperado demasiado a realizar aquella escapada, que era algo más propio de los meses cálidos. Los demás no parecían tan molestos con la baja temperatura. Ellos ya debían de estar acostumbrados al clima de la sierra, no como yo.

Durante el día el sol nos había acompañado en nuestra caminata hasta aquel claro. Recorriendo varios kilómetros a través de los bosques, el paseo había resultado muy agradable, e incluso caluroso, pues íbamos muy abrigados. Ahora que nos habíamos detenido, si te alejabas del fuego te quedabas helado. El cielo estaba completamente despejado, sin una sola nube, lo que garantizaba que no llovería. La oscuridad que reinaba en el monte permitía que las millones de estrellas situadas sobre nuestras cabezas destacaran con una intensidad abrumadora.

La excursión se había fijado para ese fin de semana debido a que aquella noche se esperaba una lluvia de estrellas. Todos coincidimos en que merecía la pena admirarla desde allí, donde imperaba la oscuridad y la paz. Aquel sepulcral silencio sólo se veía interrumpido por el ulular de algún búho y el soplo del apacible viento, que mecía las ramas de los pinos esparciendo su fresca fragancia.

Si tan sólo unos meses atrás, mientras me envenenaba a copas en un local de moda de Madrid, me hubieran dicho que iba a disfrutar como una enana de un plan tan saludable e inocente como ir de acampada con mis nuevos amigos, me habría descojonado de risa, puesto que un suceso tan inverosímil me habría parecido imposible. Es curioso cómo la vida te puede sorprender, dando un giro de trescientos sesenta grados a todo tu mundo en poco más de dos meses.

Hasta no hacía mucho, en mi vida únicamente había existido un inmenso abismo del que, noche tras noche, había tratado de huir anestesiándome. Entonces nada ni nadie me importaban. Tan sólo cuando me encontraba bajo el efecto de los narcóticos era capaz de sentir esa artificial euforia que lograba despertar mi interés por los demás durante apenas unas horas.

Unas horas en las que no distinguía con claridad la realidad de la ficción. Al despertar hecho un trapo a la mañana siguiente, siempre me invadía la misma dolorosa sensación: cuán estéril y absurda era mi vida.

Aquella gente que me acompañaba junto a aquella fogata era bien distinta a mis colegas de juergas de Madrid, chicos problemáticos con los que me había juntado tras el fatídico accidente. Al morir mis padres me distancié de los únicos amigos verdaderos que había tenido: mis compañeros del colegio. Buenos chicos con los que más me habría valido no romper los lazos, pero lo hice y ya no había vuelta atrás. No había querido nada cerca de mí que me recordara a mi vida anterior. Había evitado sistemáticamente cualquier persona o lugar que evocara recuerdos de mi infancia y adolescencia, porque resultaba demasiado doloroso recordar lo que había sido mi vida antes de perderles.

La única excepción a la regla fue Ángela, a la que sí permití seguir a mí alrededor, aunque a mi manera. Mi abuela en un principio había seguido mi juego para no agobiarme, convencida de que era sólo cuestión de tiempo que la antigua Quinn regresara a la superficie, pero no lo hizo. Cada día que transcurría mi nuevo "yo" echaba más tierra sobre su lápida, enterrándole más y más, hasta llegar a un punto en el que creía haberle hecho desaparecer por completo.

No fue hasta llegar a Montegris e ir conociendo a mis nuevos amigos, que el corazón de la otra Quinn, ésa a la que yo había enterrado, reanudó su pálpito. Prácticamente inaudible al principio, aún convaleciente y débil, pero fortaleciéndose día a día gracias al calor de la gente, al reto que suponían las clases y la ilusión por pertenecer al grupo. El miedo me seguía persiguiendo, pero empezaba a controlarlo. La tarde que abandoné a Rachel en la cafetería fue clave en aquella lucha: a punto estuve de tirarlo todo por tierra y regresar a Madrid. No sé de dónde saqué las fuerzas, pero al final conseguí dar la vuelta y dirigir mi coche a la finca en lugar de tomar el acceso a la autovía. Aunque en aquel momento no fuera capaz de admitirlo, creo que lo que me hizo cambiar de opinión era el temor de que Rachel estuviera en lo cierto. Ella había dejado entrever con su comentario que en el fondo pensaba que desde la muerte de mis padres sólo había cometido equivocaciones, y probablemente ella dudaba de que yo fuera a ser capaz de superar aquel reto. No podía permitir que su opinión me hiciera desconfiar sobre mi capacidad para conseguir mis propósitos.

Comenzaba a comprender el empeño de mi abuela en enviarme allí; aquel milagro no habría sido posible sin un cambio de escenario y, sobre todo, de personajes. En Madrid sólo me rodeaba el desconsuelo. En cambio, en aquel pueblo todo era nuevo, como un lienzo en blanco sobre el que se me daba la oportunidad de pintar lo que yo deseara.

Cada una de las personas que había conocido desde mi llegada tenían algo en común: no se evadían de la realidad, sino que se enfrentaban a ella. Tenían problemas y preocupaciones como cualquiera. Eran tan vulnerables como yo. La diferencia era que encaraban la vida con optimismo, sin recurrir a vías de escape transitorias que sólo les aliviarían por unas horas. Salían, se divertían, bebían y fumaban algún que otro porro, pero no perseguían experimentar sensaciones artificiales a toda costa. Se alimentaban de sus sueños, de la amistad y de aquellos bosques, que eran el mejor lugar para mutar hacia otro estado de ánimo.

Los humanos nos jactamos del progreso, de lo mucho que hemos avanzado tecnológicamente. Sin embargo, en aquel preciso momento en el que la naturaleza jugaba con mis cinco sentidos, no podía dejar de pensar lo equivocados que estamos al ignorarla. Inmersos en nuestras vidas urbanas, muchos olvidamos que más allá del ruido y los edificios hay lugares como aquél, donde nada ha sido alterado. ¿Hasta qué punto lo que tanto nos maravilla es en realidad una trampa mortal, de la que quizá ya no podamos salir? Si realmente estamos logrando una mejor calidad de vida, inventando cada día nuevos artilugios que nos facilitan las cosas, ¿por qué me sentía mejor que nunca aquella noche, sentado sobre la mullida hierba, mientras aguardaba a que comenzara la lluvia de estrellas?

Ni el más sofisticado y carísimo invento podría proporcionar la sensación tan singular y placentera que me invadía. Sólo la naturaleza podía provocar aquella arrebatadora quietud.

Habíamos cenado formalmente, aprovechando el calor del fuego para asar unas chuletas muy sabrosas. Ahora, que ya habíamos terminado de comer, el vino tinto y la cerveza habían dejado paso a los licores. Bebíamos entre risas, al calor del fuego y arropados por mantas.

Noah trajo una nevera portátil repleta de hielo que, en contra de mis predicciones, se había conservado intacto, así que ahora tenía en mis manos un ron con cola mejor que el de cualquier bar. Era un lujo beberse una copa mientras no se divisa ni rastro de luz eléctrica a tu alrededor.

Rachel se mostraba despreocupada y feliz entre sus amigas, en parte debido a la alegría con la que bebían la botella de tequila que se pasaban de unas a otras mientras reían a carcajada limpia. Estaban sentadas al otro lado de la hoguera, algo alejadas de nosotros, con lo que me era imposible distinguir su conversación.

Mientras la observaba, me di cuenta de que seguía siendo un enigma. No encajaba en absoluto con mi opinión general de las mujeres, acostumbrada a las niñas bien que, en su mayoría, eran insulsas y predecibles. La humildad e inteligencia de Rachel me descolocaban. No era guapa en el sentido estricto de la palabra, su inusual belleza surgía de la profundidad de esa enigmática mirada. Lo que me atraía de ella no era lo que veía a simple vista, sino todo lo que subyacía bajo aquellos grandes ojos de color chocolate.

Todo lo que no decía, cada sentimiento oculto, eran los que me mantenían en vilo, ávida por descubrir sus secretos. Pero mi curiosidad no podía ser satisfecha. Era imposible.

No podíamos ser amigas; ya lo habíamos intentado y no funcionaba. Cuando parecía que empezábamos a entendernos, alguna de las dos hacía una observación que provocaba el recelo de la otra. Tan sólo podíamos tratar de convivir en aquella casa de la forma más civilizada posible para que durante mi estancia no saltaran chispas. Sabía que mi paso por Montegris me estaba ayudando a encontrar el norte, así que permanecería allí un poco más, disfrutando de tocar en el grupo y tratando de avanzar con mis estudios. No obstante, llegado el momento regresaría a casa.

Tenía pensado aprovechar las vacaciones de Navidad para trasladar mi expediente a mi antigua universidad. Si esperaba al siguiente curso quizá terminase viéndome atrapada en aquel pueblo.

Tenía que evitar por todos los medios que eso sucediese.


La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora