Silencio II

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Quinn

Nora: (después de un instante de silencio): Aquí estamos, sentados uno frente a otro. ¿No hay algo que te llama la atención?

Helmer: ¿Qué quieres decir?

Nora: Hace ocho años que estamos casados. Reflexiona un poco. ¿Acaso no es la primera vez que nosotros dos, marido y mujer, hablamos a solas seriamente?

Helmer: Seriamente, si... ¿Adónde quieres llegar?

Nora: Han transcurrido ocho años... y pico, si contamos a partir de nuestro primer encuentro, y jamás hemos cruzado alguna palabra en serio sobre un tema importante.

Mantenía mi anonimato entre la multitud que abarrotaba el patio de butacas de aquel salón de actos. No quería que ni ella ni nadie se percataran de mi presencia. Me había sentado sigilosamente en una de las butacas de las últimas filas una vez que la función había comenzado, y me marcharía justo antes de que las luces se encendieran de nuevo. No quería cruzarme con nadie, y mucho menos con aquél que había resultado ser mi verdadero padre.

Lo que mi abuela me había revelado poco después de regresar a Madrid había superado todos los límites de lo imaginable. Todo lo que había creído real ya no lo era; había sido criada bajo un colosal engaño y no tenía la más mínima idea de cómo sentirme. Ángela estaba empeñada en que hablara con Ignacio, insistía en que debía empezar por preguntarle a él todo lo que necesitaba saber. Lo que ella no entendía es que no quería saber nada. No quería hurgar más en la herida.

La niña que se escondía bajo la cama ahora sabía a qué se habían referido ellos en aquella conversación que últimamente se repetía en mi mente una y otra vez.

—Creo que tengo derecho a opinar, ¿no?

—No, no lo tienes. Ya sabes cuál fue nuestro trato, así que no quieras controlar la situación más de lo que debes.

—Has vuelto a hablar con él, ¿verdad?

Ese él era Ignacio.

Lo que ya no sabía era quién era yo; el matrimonio de mis padres había sido una pantomima, mi abuela había sido su cómplice y Rachel había prolongado el engaño, traicionándome. A pesar de que sentía que ella me había fallado, necesitaba verla actuar. Lo anhelaba tanto como un indigente anhela el calor de un hogar. Hacía demasiado tiempo que no la veía, que no la escuchaba, y me conformaba con hacerlo en la distancia. Aquella noche era el broche de oro para todos esos meses de esfuerzo y superación. Ella había volcado todo su valor para estar sobre el escenario y yo, sencillamente, no podía perdérmelo.

Seguía sin pestañear lo que sucedía en el escenario. La actuación de aquellos actores aficionados me estaba dejando con la boca abierta, y en especial la forma en que Rachel interpretaba a la protagonista. Era ella, tan bella y sencilla como siempre. Al mismo tiempo, la fuerza y el coraje que emanaban de su personaje habían obrado una total metamorfosis. Se había metido por completo en la piel de aquella mujer que, ahogada por su vida rutinaria y superficial, por primera vez encaraba la cruda realidad de su matrimonio. Lo sorprendente era observar cómo una chica que no conocía el hastío de semejante situación conseguía parecer toda una mujer que había decidido romper con esa cuerda que la estaba ahogando. Una vez más, Rachel me dejaba absolutamente perpleja.

Helmer: ¿Iba a hacerte partícipe de mis preocupaciones, sabiendo que tú no podías solucionarlas?

Nora: No hablo de preocupaciones. Me refiero a que jamás hemos intentado llegar de común acuerdo al fondo de las cosas.

Helmer: Vamos a ver, querida Nora: ¿te hubiese interesado saberlo?

Nora: Ahí está la cuestión. Tú no me has comprendido, nunca. Todos han sido muy injustos conmigo, Torvald... Primero Papá y luego tú.

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora