Capítulo 2: El cañón

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Los meses siguientes se fueron volando cual parvada de grullas, y el cambio de estación trajo consigo los colores cálidos del otoño a la sabana. Los prados se volvieron amarillentos y secos, y la mayoría de las manadas habían emigrado en busca de hierba fresca para pastar. El aire se tornó áspero, frío y polvoriento. Pasamos meses sobreviviendo de los escasos grupos de cebras y ñus que aún permanecían en nuestros terrenos. El manantial, como cada año, redujo considerablemente su volumen, aunque no al grado de matarnos de sed.

Aunque estaba segura que el cambio más considerable que vi en la estación, y el más importante también, fue el de Kopa. En lo que duró el otoño, ese pequeño cachorro que lloriqueaba a mitad de la noche y nos despertaba a todos mientras su madre intentaba arrullarlo de nuevo, no tardó en aprender a caminar y querer ir a explorar el entorno. Con emoción, cada integrante de la manada se turnaba para cuidarlo cuando empezaba a interesarse en salir de la guarida e investigar. Mheetu y yo éramos quienes más peleaban estos roles, así que pronto fui trasferida de "cazadora" a "niñera".

Para cuando empezó a hablar, Nuka y su hermana Vitani ya le hacían compañía. Mheetu y yo nos encargábamos de vigilar a los tres. Zira no terminaba de agradarme, pero si sus hijos eran amigos de Kopa, entonces no tenía por qué despreciarlos. Los dos cachorros, al ser de la edad, eran los más unidos del grupo y se cuidaban mutuamente. Prácticamente, se enseñaron a hablar y comer carne uno al otro. Y para cuando llegó el final de la estación, los más jóvenes de la manada estaban a punto de llegarme al hombro.

El otoño trajo un par de sorpresas a la Roca del Rey semanas antes de que volvieran las lluvias. La primera fue el nacimiento del tercer cachorro de Zira: un pequeño de piel morena al que nombró Kovu. Y la segunda fue otro anuncio por parte de Nala: por segunda vez estaba embarazada y el nuevo bebé nacería, según esperábamos, al llegar el fin de la estación.

Las cosas iban mejor que nunca.

Ese día empezó como cualquier otro, con Kopa y Vitani despertándome mientras jugaban en la mañana afuera de la cueva. Recordé cuando era cachorra. Simba, Nala y yo siempre despertábamos antes que el resto. Me pregunté cómo es que lograba eso, si ahora todo lo que quería era dormir un poco más. Sin abrir los ojos, me cubrí las orejas con las patas rogando poder conciliar el sueño unos minutos más. Para mi desgracia, aún escuchaba sus risas. Fruncí el ceño.

- No te servirá de nada - escuché a Mheetu sobre mi flanco izquierdo.

Abrí un ojo para mirarlo. Estaba acostado a varios centímetros frente a mí, junto a su madre, con los ojos entrecerrados. Seguro acababa de despertar al igual que yo.

Suspiré, y bajé mis patas al suelo.

- ¿Por qué los cachorros siempre madrugan? - me quejé. - Quisiera entender cómo es que lo hacíamos nosotros.

El león rio por lo bajo. Al parecer, nadie más en la cueva había despertado aún.

¿Cómo es que pueden seguir dormidos con ese ruido?

- Quizá nos estamos haciendo viejos.

- No tanto como ellos - señalé a la manada con la pata. - Al menos nosotros aún despertamos con sus risas.

En ese momento se escuchó un ronquido tan fuerte que, por un segundo, llegué a creer que alguien estaba rugiendo. Ladeé la cabeza para descubrir al dueño de tan poderosas cuerdas vocales: Pumba. El jabalí dormía plácidamente boca arriba, con Timón sobre su estómago hecho un ovillo. Tenía la boca completamente abierta, e incluso podía verse un hilo de saliva sobre la comisura de sus labios. Cada vez que inhalaba una nueva bocanada de aire, el sonido se repetía y hacía eco en toda la cueva. Pumba se movió entre sueños, y yo volví a mi sitio fingiendo no haber visto nada por si despertaba.

Lian's StoryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora