Epílogo: Nunca dicen adiós

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La Luna se reflejaba en el río. Su luz albar hacía parecer las aguas hechas de plata ondulante.

Observé el río desde lo alto con temor mientras seguía corriendo sobre la orilla del acantilado. Corría y corría, y este parecía no tener final. Estaba atrapada entre el abismo y la vegetación selvática que, con la noche tan cerrada, creaba tetricas sombras que semejaban caras horribles y alargadas.

Estaba detrás de mí. Siempre había estado detrás de mí. Escuchaba sus pisadas, de solo dos patas, y la respiración exitada de un cazador tras su presa. Escuchaba también gruñidos amenazantes y salvajes, y algo que se movía entre las ramas de los árboles.

Sentí miedo.

Pero no por mí.

Sabía dónde estaba y lo que pasaría si no me daba prisa. Pero ni siquiera estaba segura de en qué punto me encontraba o a donde tenía que ir. Solo sabía que debía alejarme del cazador.

El precipicio marcó entonces, y como si acabara de formarse, una vuelta aguda y cerrada. Mis garras apenas fueron capaces de sostenerme para no caer al río platinado. Y de un salto regresé a la carrera.

Pero el paisaje había cambiado. La selva había desaparecido de repente y estaba ahora frente a una amplia llanura despejada de planta alguna. No escuché más pasos, ni gruñidos ni ningún movimiento. Ahí no había nadie.

¿Había estado corriendo en la dirección equivocada?

Observé el cielo, como si la Luna fuese a responderme o como si con ver las estrellas pudiese retomar mi ruta. Las nubes se movían a gran velocidad, mucho más veloces de lo que las había visto jamás. Pasaban frente a la Luna y luego se disipaban, o tal vez solo se camuflaban en la oscuridad.

Escuché un crujido metálico y bajé la cabeza de golpe. Ahí estaba él de nuevo, sosteniendo ese rifle largado y brillante, un brillo perfecto y aterrador. El cuello del arma apuntaba hacia mi, y apenas me di cuenta escuché el estruendo que hacía al escupir.

Quise rugir, pero la voz no me salió. Quise correr, pero las piernas no me respondían. Cuando lo noté, estaba cayendo desde la orilla. Bajando y bajando como si no hubiese nada debajo de mí. Y allá en lo alto alcancé a ver al hombre cargando de nuevo su arma para volver a disparar.

Entonces algo frío y húmedo chocó con mi espalda y me rodeó por completo. La imagen despareció.

Abrí los ojos y por inercia intenté ponerme de pie. Apenas había doblegado mi cuerpo cuando una espantosa quemazón inundó mi estómago y toda la parte izquierda de mi torso. El dolor me dejó sin aire y me obligó a volver a mi lugar, sin fuerzas.

Mis ojos enfocaron mejor entonces. Estaba en el interior de la guarida, en la Roca del Rey. Por la forma en que la luz se colaba en el lugar, iluminando tímidamente las piedras a mi alrededor, supe que ya debía ser tarde. No había nadie más.

O eso creí hasta que escuché a alguien correr hacia mí.

- ¡No, no, no! No te muevas - Mheetu apareció a mis espaldas. La punzada de dolor me dejó inmóvil, y el chico se encargó de levantar mi cabeza con su nariz y regresarla con suavidad a la posición donde estaba antes de que yo me moviera. - A Rafiki le costó mucho cerrar tu herida. Dijo que estaría inflamada por algunos días y que lo mejor era que te quedaras quieta.

Luego se apartó y me observó a una distancia más prudente. Su semblante lucía de una forma que nunca había visto en él. Se veía angustiado, con los ojos ligeramente hinchados, el pelaje desarreglado (más de lo normal) y tenía una costra oscura en forma lineal debajo del labio inferior.

Lian's StoryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora