Capítulo 19: La vida en el reino

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    La tarde de nuestra llegada, el cielo se atiborró de nubes de un momento a otro y presentimos la llegada de una nueva lluvia. Por desgracia, nuestra cueva era demasiado pequeña para poder dar cobijo a todos nuestro invitados y, aunque la Roca del Rey tenía muchos otros recovecos, como el pequeño túnel donde, hasta hacía unos días, solía dormir Zira con sus cachorros, ninguno era lo bastante espacioso o cómodo.

    Optamos por resguardar a los recién llegados en una guarida a casi un kilómetro de la Roca del Rey. El lugar era un escondrijo formado por un agujero en la tierra, en la base de un robusto árbol frutal. El acceso a este era un amplio nicho formado por las raíces del mismo, el cual, daba acceso, a través de una pendiente, a una cámara subterránea con espacio de sobra para la manada. Era fresca y podría proporcionarles un lugar cómodo para pasar la noche fuera de la vista de otros felinos nocturnos. Además, se encontraba bastante cerca del manantial principal de las Praderas y rodeada de piedras redondas y cómodas para tomar la siesta. La silueta de la Roca del Rey podía distinguirse en el horizonte del lado derecho, y la del baobab de Rafiki al izquierdo. El Árbol de los Grandes Reyes estaba justo al frente, aunque al doble de distancia que nuestra guarida.

    Lucía bastante acogedor, y mis nuevos amigos estuvieron más que felices de poder tener algo similar a una casa. Simba, Uzuri y Elena, quienes nos habían escoltado hasta la guarida, regresaron a la Roca del Rey mientras los foráneos se integraban a sus aposentos. Yo me quedé para supervisar todo. Como era de esperarse, las leonas, más quisquillosas, fueron las primeras en entrar y buscar un buen sitio donde dormir. Los machos, Palmira y yo permanecimos afuera, viendo como las primeras gotas del monzón empezaban a caer. La atmósfera húmeda y las ráfagas frías de aire eran una delicia después de pasar la noche anterior en un lugar seco y lleno de plantas marchitas.

    Robert y yo hablábamos entre nosotros mientras Palmira y Ralph hacían lo propio. Aunque estábamos los cuatro juntos, era notorio que estos últimos se preferían entre sí. Y a mí me agradaba que así fuera. Hacía medio día me había dado cuenta de que prefería hablar con el moreno.

    Pasamos el rato sin hablar de nada demasiado trascendental: el viaje, Kiara y Kion, los acontecimientos de esa mañana, el clima, y el comportamiento del resto de los integrantes del grupo. Justo estábamos tocando ese tema cuando la lluvia cobró más fuerza y nos vimos obligados a entrar al lecho donde pasarían la noche. Estaba oscureciendo, y temía que si la lluvia continuaba así, tendría que dormir con ellos de nuevo. La idea no era desagradable, pero, después de tantos días fuera, deseaba fervientemente volver a dormir en mi sección de la cueva.

    Dentro de la guarida la temperatura parecía perfecta. Estaba oscuro, y solo ocasionalmente, cuando algún rayo surcaba el cielo, el interior recibía un poco de luz y las siluetas de las leonas se dibujaban mejor. Nuestra visión nocturna era lo suficientemente buena como para poder seguir con nuestras actividades, pero la poca luz que ofrecían aquellos chispazos la mejoraban considerablemente.

    No pasaron más de unos cuantos minutos cuando la lluvia volvió a bajar su ritmo. Entonces apareció Louis en la entrada, mojado hasta el alma. Su melena terracota caía pesadamente a ambos lados de su rostro, pegándose a su piel y chorreando agua.

    — Deberías dejar de hacer eso, Louis — lo reprendió la voz de Oswald al fondo de la cámara con un falso tono de preocupación. — Te hará daño, podrías enfermarte.

    Louis se sacudió vigorosamente en medio de la guarida, empapándonos a todos. Robert gruñó por lo bajo ante eso, y Palmira soltó un resoplido al aire antes de empezar a cuchichearle algo al moreno.

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