* * *
Los fines de semana, por lo regular, despertaba casi al mediodía y me sumergía en un tumulto de actividades rutinarias: hacía ejercicio, tomaba una ducha, desayunaba un yogurt, después salía con Jess —a veces se unían sus padres— a comer y cenar, pues mi alacena nunca fue atractiva, y ella prefería los lugares costosos ya que la idea de sentarse en el sofá a comer pizza de una caja de cartón no era agradable en absoluto.
Pero ese día, después de darme un baño y salir de mi habitación, el olor dulce me hizo jadear, mi estómago gruñó desesperado, esperaba que fuera lo que fuera lo que estuviera preparando hubiera un poco para mí. Entré a la cocina, encontré a mi fantasía con cara de recién levantada, la cual estaba en shorts cortos poniendo la mesa, moviéndose por todo el cuarto con confianza. Llevaba una camiseta holgada para dormir bastante fea que le llegaba justo al borde de sus pequeños pantaloncillos grises y el cabello en una coleta alta que me dejaba ver su cuello largo, en su rostro no había ni un gramo de maquillaje; era toda natural, fresca, ligera y seductora.
Vi dos platos con tres panqueques cada uno, se me hizo agua la boca, no estaba seguro si era por las piernas torneadas de Rebecca o por la comida.
—¿Mantequilla, miel, mermelada o prefieres algo salado? —preguntó mientras se dirigía al refrigerador cargando un recipiente plástico.
—¿Me vas a cobrar por hacerme el desayuno? —pregunté, socarrón, pasando el umbral y acercándome a ella. Becca abrió la puerta del frigorífico, se inclinó para dejar en uno de los cajones lo que llevaba en las manos. Me paré detrás de ella, guardando poca distancia entre los dos y abrí la puertilla por completo.
Se enderezó más rápido que un cohete, tensa, sonreí al percatarme de su nerviosismo. Me incliné ligeramente hasta que mi nariz llegó a su cabello, respiré lo necesario para darme una buena probada de su olor, y estiré la mano para agarrar un bote de jugo de naranja.
—No, soy chef, mi vida no tiene sentido si cocino solo para mí —murmuró.
—¡Vaya! —exclamé en voz baja, pues no hacía falta que aumentara el volumen. No eran centímetros, eran milímetros los que nos alejaban—. Si hubiera sabido eso antes, yo mismo te habría traído a mi departamento.
—Mentiroso —dijo, lanzando una risotada—. Entonces, ¿cómo los vas a querer?
—Creo que quiero mantequilla y mermelada —susurré, los poros de su nuca se erizaron, me maravilló su reacción. Solo tenía que dar medio paso para pegarme a ella, solo tenía que estirar el cuello para pescar su lóbulo, solo tenía que rodear su cintura para darle un jalón y apretarla contra mí; pero me eché hacia atrás.
Obtuve dos vasos y serví el jugo dándole la espalda para arreglar el caos que la cercanía había producido en mí. No me reconocía, parecía un puberto hormonado a su alrededor. El día anterior le había contado a Arturo, mi mejor amigo, lo que me sucedía alrededor de ella, él no entendió nada hasta que la vio y se puso a coquetearle. ¡Infeliz de mierda! El problema era que vivía en mi departamento, se ponía esa ropa que me estaba volviendo loco y me cocinaba; por no mencionar su actitud altanera y provocativa.
ESTÁS LEYENDO
Cayendo por Rebecca © ✔️
RomanceSamuel es un hombre tranquilo, es maestro en una de las universidades más prestigiosas de México, tiene una novia hermosa con la que planea casarse y no pide nada más que ser feliz. Todo se va a la deriva cuando su madre lo obliga a cuidar a la desv...