Capítulo 38

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Me despertaba a las seis de la mañana, tomaba una ducha de agua tibia que solo duraba quince minutos, no preparaba el desayuno porque nunca fui bueno para la cocina, me limitaba a obtener un yogur del refrigerador y me iba a trabajar.

Dos veces al día me sumergía en el tráfico infernal de la Ciudad de México —en la mañana y en la tarde—, los cláxones y los gritos histéricos de la gente me provocaban migrañas. Llegar a las oficinas de la Rectoría se convirtió en una tortura, mi ánimo insoportable hacía que los demás se mantuvieran alejados de mí, por tal motivo mis compañeros no me dirigían la palabra más de lo necesario, además, llegué a escuchar discursos de odio que murmuraban entre los pasillos, no me querían ahí por ser un «recomendado». Los entendía, en caso de estar en su lugar, me habría sentido de la misma manera.

A eso de las cinco regresaba al departamento, no sin antes pasar a comprar comida rápida, en el mejor de los casos me preparaba una sopa instantánea. Veía el televisor o me quedaba mirando la nada.

Se convirtió en un círculo vicioso, en una rutina que me estaba consumiendo. Evitaba las llamadas de Arturo, las de mis padres, esperaba que ella volviera a llamar, que por alguna fuerza se acordara de mí, pero no sucedió. A pesar de que sabía que con mi comportamiento solo lograba herirme, no quería sacar la cabeza del pozo pues no me quería dar cuenta de la realidad: ella no estaba conmigo.

El departamento se sentía vacío, callado y oscuro. Sus carcajadas ya no llenaban la estancia principal, ni sus risitas coquetas la habitación. Había estado solo muchas veces, pero ahora que sabía lo que era estar con alguien, la soledad me mataba. No, no era eso, era que no se encontraba junto a mí la persona que amaba.

La extrañaba.

Mierda.

La extrañaba como loco, extrañaba su cabello amarrado en una coleta alta porque no quería estropear el almuerzo, extrañaba que mi nariz se hundiera en su cuello, extrañaba tanto saborear su aliento. Las horas se volvían eternas imaginando lo que nuestras vidas pudieron haber sido si yo tan solo me hubiera atrevido a no ser un cobarde.

La extrañaba.

La extrañaba porque me había acostumbrado a escuchar sus susurros, a empaparme de su perfume y el sabor de su piel, extrañaba escuchar sus pasos, extrañaba la idea de ella estando en mi hogar, en uno que ya no se sentía como mío.

Me repetí una y otra vez que estaba haciendo lo correcto, que ella era joven y tenía que cumplir sus sueños tal y como yo había hecho, pero ¿de verdad los estaba cumpliendo? Entonces por qué no se sentía bien, ¿por qué dolía?

La amaba más de lo debido, ese era el problema, no quería que estuviera con alguien como yo. No era valiente, ella merecía lo mejor, merecía a alguien que corriera en su dirección sin titubear, alguien que lo diera todo y no la mitad.

Por las noches cerraba los párpados en medio de la oscuridad y evocaba nuestros recuerdos, me preguntaba qué habría pasado si no hubiera soltado su mano ese día del cine, me arrepentí tanto. Era consciente de que estaba poniendo pretextos para no llamarle y rogarle que me perdonara, tenía las palabras en la punta de la lengua, y más de una vez tomé el teléfono. Sin embargo, a mi mente regresaba su mirada decepcionada después de presenciar cómo besaba a otra mujer, entonces escapaba porque no quería que me odiara, no quería que me lo recordara, ya no quería lastimarla... Porque la amaba, por eso aguantaba.

La imaginaba con otro y mis entrañas se retorcían, luego me sentía peor porque ella había tenido que soportarlo en más de una ocasión y sin rechistar. ¿Por qué había estado tan ciego? Si a mí me destrozaba la idea no podía entender cómo había hecho a menos que no me amara, pero sí lo hacía, se había aguantado el dolor que yo no podía aguantar, que me tenía recluido. Entonces el dolor aumentaba, no podía pedirle que me perdonara, no podía ser tan egoísta.

Cayendo por Rebecca © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora