Capítulo 42

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Después de la ducha me arreglé para ir a trabajar a Corazón mío, me hice una trenza con algunos cabellos sueltos, no me maquillé demasiado, pero no olvidé meter mis cosméticos en una bolsita. Decidí usar un vestido, aunque por lo regular usaba pantalones cuando iba a la cafetería, más tarde cenaría con Yolanda, una anciana amigable que se había enamorado perdidamente de mis pastelillos y ahora quería platicar conmigo para hacerme una propuesta.

Yolanda era dueña de una cadena de supermercados muy populares en la ciudad y deseaba vender mis productos ahí. Me sorprendió saber que la linda señora que iba todas las mañanas a beber café mientras disfrutaba un pan relleno de manzana y canela, en realidad, era muy influyente.

Una mañana no fue sola, la acompañó un joven con semblante duro que inspeccionaba mi preciosa cafetería como si estuviera estudiándola, yo tuve mucho miedo. Ordenaron varios panecillos y otros tantos los pidieron para llevar. Dos días después me enteré de que el joven era crítico gastronómico, habló sobre Corazón mío en el periódico de Tamaulipas.

Me estaba creando cierto renombre en la ciudad, cada vez iba más gente, el espacio empezaba a parecer pequeño, pero Yolanda siempre ocupaba la silla del rincón, nadie más se sentaba ahí, como si supieran que le pertenecía. Un día me acerqué y le di las gracias, dijo que era una chica lista y que no tenía nada que agradecer. «Hace mucho que algo no me hace feliz, cuando como este panecillo recuerdo a Felipe», dijo una vez, lo irónico fue que yo también recordaba a alguien con un postre.

Nos hicimos amigas o, quizá, confidentes. Me contó que estaba sola, que se había casado muy joven y había perdido a su marido en un accidente antes de que pudieran tener familia, ella no volvió a casarse y seguía recordando a Felipe, quien le preparaba panes tostados con mermelada de manzana todos los domingos.

Mi madre la invitó varias veces a comer, la verdad es que se llevaban bien, y creo que Yolanda lo agradecía pues no quería estar sola. Fue en una de esas comidas cuando me dijo que deseaba vender panecillos en el supermercado, y si nos iba bien podríamos llevarlos a otras ciudades. Yo acepté después de que mi madre detuviera el griterío de emoción y el parloteo.

Así que íbamos a cerrar el trato.

Bajé las escaleras, dos voces femeninas llegaron hasta mis oídos. No quise interrumpirlas, sin hacer ruido caminé detrás de ellas. Me pareció gracioso porque estábamos a unos cuantos pasos de distancia.

Me metí a la cocina sin que se percataran de mi presencia, estaban ensimismadas en su plática. Fui directo al refrigerador y obtuve una manzana. Salí, al tiempo que daba el primer mordisco, las palabras de Hilda me dejaron quieta.

—Se va a quedar en la casa mientras consigue un lugar propio, ya le dije que no es necesario, que puede quedarse, pero es terco. —Ella refunfuñó e hizo un mohín, estaba claro que la idea no le gustaba. Suspiró—. Como sea, lo importante es que vendrá, estaba a punto de ir a jalarle las orejas.

—¿De quién están hablando? —Fede e Hilda saltaron del susto cuando me escucharon, mamá abrió los párpados y la señora Campos se puso roja como un jitomate. Esta última se llevó una mano al pecho y respiró hondo varias veces.

—Hija mía, casi me matas del susto —dijo entre jadeos.

Esperé a que alguna respondiera mi pregunta, pero las dos se lanzaron una mirada extraña y volvieron a mirarme.

—¿Entonces? —insistí. Entrecerré los ojos.

Desde que Samuel había abandonado el hotel en la Ciudad de México, tenía la sensación de que en cualquier momento aparecería delante de mí, pero ya habían pasado unos cuantos días y las cosas seguían igual. Mantenerme ocupada era el plan perfecto, no quería pensar. Sus últimas palabras seguían suspendidas en el aire, quería aferrarme al pensamiento de que había esperanzas, pero no quería hacerme muchas ilusiones.

Cayendo por Rebecca © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora