Capítulo 43

188K 15.6K 5.2K
                                    

* * *


Metí la última charola al horno cuando alguien tocó la puerta trasera del local, mi primera reacción fue mirar a Esmeralda con el entrecejo fruncido, ella se encogió de hombros. Era domingo, ningún proveedor tenía que llevar productos, y como solo estábamos en la cocina, nadie del exterior podía ver que nos encontrábamos en el sitio.

Volvieron a tocar, por lo que no hubo más remedio que acercarme.

—¿Sí? —cuestioné una vez que me encontré a escasos pasos de distancia. Me había vuelto desconfiada, semanas atrás habían asaltado una de las tiendas.

—¿La señorita Rebecca Huerta? —preguntaron desde afuera—. Traigo un regalo para ella.

Dubitativa, abrí la puerta, mientras escuchaba los pasos de Esmeralda a mis espaldas. Había un chico flacucho en el exterior, cargaba un arreglo de flores, me tendió un aparato.

—¿Podría firmar de recibido? Por favor —pidió.

Agarré el aparato y firmé con la plumilla que colgaba, mi firma electrónica quedó horrible, pero no me importó. El corazón me latía enloquecido. Sacudí mis manos en el delantal para no manchar la maceta, a pesar de que mis palmas estaban sudadas por el nerviosismo. El chico me las entregó y se marchó después de desearnos un buen día.

Me di la vuelta y me apresuré a largarme de ahí, evité la mirada divertida de Esme, quien me siguió. Sin embargo, no llegó muy lejos, pues me encerré en la oficina, dejándola fuera.

—¡Eso no es justo! ¡Quiero leer la tarjeta! ¡Rebecca! —gritó, pero la ignoré.

Coloqué el arreglo floral en el escritorio y di un paso atrás. ¿Ahora qué? Me sentí pequeña y ridícula cuando mis ojos se nublaron. Mierda, mierda, mierda, me estaba convirtiendo en una blandengue. Sabía quién lo había mandado porque una sola persona me conocía tanto, eran rosas tan rojas como lo sangre y un que otro limón asomándose entre las hojas.

Agarré la tarjeta blanca, ya sin poder contenerme.

«Mientras llega el jardín puedo hacer que sonrías. Sam.»

Tuve que apretar los párpados para no llorar, se me vino a la cabeza el momento en el que le conté que deseaba tener un jardín donde pudiera plantar limoneros y rosales para cortar una cuando no me sintiera bien. Estábamos en el sofá, desnudos, platicando de tonterías.

No podía creer que lo recordara.

Tocaron la puerta de la oficina, giré los ojos.

—No te enseñaré la tarjeta, Esme —solté.

Escuché su risotada, pero no fue ella quien me respondió.

—Soy yo —dijo. Mi corazón volvió a agitarse, tuve que abrir la boca para respirar ya que de pronto sentía que me faltaba el aliento. ¿Me había mandado flores con limones? ¿En serio? Y ahora se encontraba aquí.

Todavía no lograba asimilar que se estaba mudando a Ciudad Victoria, la noche anterior había sido una locura. Él entrando a la cafetería haciendo bromas y fingiendo que no nos conocíamos para luego decir cosas como que iba a conquistarme.

En la mañana mi madre no había hecho ningún comentario, pero sí tenía una sonrisita en los labios, señal de que sabía perfectamente qué estaba ocurriendo. Y me temía que lo habían planeado, junto a Esmeralda.

—Vengo por ti.

—¿Por mí? Pero estoy trabajando —respondí.

—No te preocupes por eso, cuñada, yo puedo encargarme de empaquetar los panecillos. —Era su aliada, ahora lo sabía.

Cayendo por Rebecca © ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora