28 de mayo de 19...

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Adrian Arenas era el anciano más amable de todo el mundo, siempre daba ánimos y se aseguraba de que todos sus compañeros tomaran sus medicinas, constantemente, alguna de las chiquillas que fungían de enfermeras se ponían a cuchichear al respecto de cómo un hombre tan locuaz había venido a parar a una de las sucursales del infierno...

Hace muchos años, Adrian Arenas era un abogado exitoso, con un futuro que se extendía como el horizonte antes sus ojos y con la certeza de que no habría nada que pudiera detenerlo.

Pero, hay cosas que el éxito nos arranca como moneda de cambio.

Adrian había perdido a su esposa mientras esta daba a luz a su hijo, ambos murieron en la mesa del mejor hospital de la ciudad, y a pesar de que el abogado no escatimo en gastos, bueno, la medicina solo tiene cierto alcance...

Así que el Licenciado Arenas decidió dedicarse a hacer lo único que le quedaba: la abogacía... Jamás intento casarse de nuevo, la sola idea de una nueva perdida le causaba un miedo atroz.

Sin embargo, a pesar de que el amor no parecía algo que le llamara la atención, si lo hacia la paternidad, cosa que siempre le parecía curiosa, después de todo, las que tienen instinto maternal son las mujeres, pero, lo suyo se inclinaba más a tener un heredero, vamos, los grandes reinos los tienen ¿Por qué él no podía concebir por generación espontanea un varoncito?

Por ese entonces, apareció un día en su puerta, una mujer mal encarada, explicándole que tenía un primo lejano que había fallecido y había dejado un hijo, y dado que Adrián era el único pariente vivo que le quedaba le correspondía hacerse cargo del niño.

El niño era un encanto, con un cabello chino que daban ganas de acariciar y una sonrisa inocente que aún cuando se volvió adulto no cambio en lo absoluto, su nombre era Diego... sin embargo, aunque amaba profundamente a su sobrino, algo en su interior insistía en querer tener una descendencia más prolífica, y destino se encargo de cumplírselo...

Adrián era asiduo a ir a un café que se encontraba a unas cuadras de su despacho, y era el único destello de vida social que aún conservaba. Todos los días veía pasar a un niño de aproximadamente 3 años que iba cargando un cajón de bolero, mientras el padre iba bebiendo el dinero que obtenía de limpiar los zapatos de la gente.

Cada día que veía al niño cargando su cajón algo en su pecho le oprimía y decidió hacer algo al respecto.

Resultaba que el padre del niño ni siquiera era su padre, era el tío, la madre había muerto en circunstancias un tanto insólitas y el huerfanito no tenía a otra persona que viera por él.

Siendo un abogado tan excelente, a Adrián no le costó trabajo hacerse de la custodia del niño y se lo llevo a vivir a su casa, acogiéndolo como un hijo e incluso ofreciéndole no solo su apellido, si no su nombre de pila.

El pequeño Adriancito Arenas se crio entre los mayores cuidados y a pesar de no contar con una madre, amor jamás le falto, y como era evidente estaba ansioso de seguir los pasos de su padre...

Cuando menos, eso fue hasta que reapareció el tío alcohólico, quien le mintió al niño diciéndole que el Licenciado Arenas no era más que una mala persona que lo había alejado de su verdadera familia e incluso le achaco la muerte de la madre.

Las blasfemias no tardaron mucho en ensuciar el corazón del heredero y decidió encargarse de que su "padre" se quedará en las mismas circunstancias que su pobre tío, en la calle, sin amor y disfrutando de los placeres que ofrece la miseria.

El Licenciado ni siquiera en daba cuenta de las intenciones de aquel hijo tan amoroso que tenía y no hacía más que presumir con orgullo de padre pavorreal la brillantez de su hijo, solo quejándose amargamente de que Diego y Adrián no se llevaran como los hermanos que en teoría eran, aunque eso tenía una explicación...

La casa del locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora