El espejo completo de mi habitación se encontraba cubierto con una delicada y suave tela blanca. Recordé de inmediato que yo misma la había colocado allí durante un ataque de pánico hacía un par de semanas. Di un suspiro y me acerqué para sostener la tela fina entre mis dedos y tirar con cuidado de ella, con extrema lentitud, hasta que la sábana cayó por completo sobre el suelo de mi habitación. Ahora tenía una vista completa de mi reflejo, y fue entonces cuando recordé que no había visto mi imagen en días, justo luego de que la fecha que me estremecía culminara.
Mi cabello negro estaba algo enmarañado, y es que hacía horas que no me peinaba, quizá desde el día anterior justo antes de ir a la escuela. Vestía lo mismo de siempre, camisetas holgadas, ese día no había nada de diferente con mi aspecto varonil, pero lo que sí se veía cambiado en mi aspecto y me preocupaba eran las notables bolsas debajo de mis párpados. No supe como haría para justificar más ojeras en la escuela. No había podido dormir bien en semanas, y no eran precisamente las asignaturas escolares las que me hacían dormir tarde. Tomé el cepillo de la mesita de noche y volví para peinar mi cabello un poco, al menos evitaría verme tan desaliñada. Cepillaba con cuidado los mechones ya largos de cabello mientras evitaba pensar en mi desprolija apariencia.
Era una muchacha joven, aunque a simple vista podía lograr verme mayor de lo que realmente era. Aún así, no me aprovechaba de eso delante de la gente. Me aterraban las personas, al igual que todo lo que viniera de ellas. Y es que no era mi culpa, no del todo.
En esta sociedad mi único amigo era el silencio.
En el sentido más literal, lo era.
Desde aquel horroroso día, hacía nueve años, no volví a pronunciar una sóla palabra. Mis palabras se habían quedado mudas, y no podía sentirme conforme con los pequeños gemidos que podía producir mi garganta al reír o llorar.
La explicación para todo éste asunto de la mudez, se trataba de un producto provocado por el miedo. El fuerte trauma que había vivido cuando niña, había sido suficiente para dejarme sin voz por un largo tiempo. Pero a estas alturas quejarme no era algo que hiciera demasiado, era muy tímida, más de lo habitual y gracias a mi condición era un poco más reservada de lo común. Quizá por esa razón no me quejaba tanto de ser como era.
Cuando supe que era suficiente y, que no quería seguir viéndome en el espejo, tomé mi gorra favorita y entonces salí de casa, asegurando las puertas bien para luego dirigirme a la entrada, donde segundos luego mi vecino de al lado salió también. Y como cada tarde, parecíamos estar sincronizados.
Nathan me mostró una dulce sonrisa antes de ponerse la gorra de béisbol de su equipo favorito y asegurar el guante de béisbol en su mano. Le devolví el cálido gesto mientras me estiraba un poco para calentar antes de empezar mi práctica.
Sí. Era una amante del béisbol, y cada tarde salía a la calle a jugar con mi vecino, quien me había estado ayudando los últimos días con mis lanzamientos.
-¿Que tal tu mañana? -preguntó sonriente.
Ésta vez parecía entusiasmado por algo en específico. Yo asentí en contestación indicándole que todo andaba bien.
-Sé que vas a preguntarme como estuvo la mía, pero como eres muda yo voy a hablar ésta vez -su tono divertido me hizo sonreír leve-. Estoy muy bien, y no sabes lo que descubrí esta mañana.
Nathan, era mi vecino de toda la vida, y por lo tanto también era mi mejor amigo, o más bien el único. Compartíamos muchísimas cosas en común desde niños, por esa razón siempre fuimos tan unidos, y a lo largo de la adolescencia, se volvió la única persona en la cual podía confiar.
ESTÁS LEYENDO
Palabras mudas ©
RomanceA Josh no le importaba que Mallory fuera muda. Sus problemas de comunicación verbal parecían insignificantes al lado de las emociones que por primera vez experimentaba a su lado, cada vez que tomaba su mano. Algo que aprendió con ella, y que nunca p...