Día 5

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Cuando recién empezamos a salir, Will me tomó una prueba muy diferente a cualquier examen clínico. Se trataba de una prueba del nivel de tristeza, según mi propia percepción. Para ello había hecho que una de sus hermanas me dibujara en forma caricaturesca en una hoja, reprodujo el dibujo y me mostró una de las hojas. Luego colocó una caja de lápices de colores Norma de doble punta y color frente a mí.

—Este eres tú. Pinta tu nivel de tristeza —me dijo.

Conociendo vagamente que en la psicología del color el azul representa melancolía, esa vez utilicé azul. Lo tuve que pensar y conforme iba adentrándome en mis pensamientos y sentimientos iba pintando más arriba. A la final la figura quedó cuatro quintos pintada. Will inspeccionó la hoja con aire crítico y luego sonrió, como apenado.

—¿Solo eso? —preguntó con sarcasmo.

Respondí sin él.

—El resto es cansancio y... algo así como vacío. No sé cómo explicarlo.

—Bueno —retomó él— al menos ese sospechoso vacío no es tan grande. Pero todo esto sigue siendo exagerado para alguien de tu tamaño —añadió en broma y yo adopté una expresión hosca que arrancó su humor de raíz.

No entendí esa referencia hasta después de un año, cuando me senté a ver la película de Lilo y Stich. Debí sentirme enfadado de que me compararan un una suerte de perro alienígena azul o decepcionado de que su idea no haya sido tan original como creía. Pero la satisfacción formó una sonrisa en mis labios antes de provocarlo con una broma al respecto.

El ejercicio adoptó una regularidad mensual, cada viernes de fin de mes, después de terminar con las actividades del campamento. La meta de Will era desplazar mi nivel de tristeza a una escala considerada normal. Me sorprendí a mí mismo pintando cada vez más abajo conforme pasaban los meses. Ya no utilizaba solo el color azul, utilicé todos los de la gama de la caja de lápices de colores y luego los reutilicé. A veces el nivel de tristeza volvía a subir, pero ya no tan drásticamente.

Después de un año y medio, llegué más abajo del promedio. Will me organizó una pequeña celebración en su cabaña. Incluso me hicieron vestir con un birrete y una capa, y me entregaron un diploma hecho a mano. «Graduado en superación personal». Will es muy bueno haciendo regalos.

Amanecía y yo ya había abierto los ojos. No tuve ningún sueño, de modo que dormí plácidamente hasta que mi propio reloj biológico me despertó. Bostezando y desperezándome, empecé a levantarme de la cama. Me di tiempo para ejecutar cada movimiento por partes.

Estirar los brazos hacia arriba, movimientos circulares con los hombros. Me permití disfrutar de cuestiones que normalmente pasaba por alto por la urgencia de iniciar las actividades diarias, como los olores, los sonidos y la luz.

Me costó identificar los olores, porque cuando uno está muy acostumbrado al olor de un lugar, ese olor se torna imperceptible por lo familiar, pero concentrándome di con el ligero tufo a polvo y residuos félsicos en el ambiente. El amortiguado canto de unos canarios y las suaves exhalaciones que expedía Hazel al dormir espabilaron mis oídos. En mi cabaña normalmente no entraba la luz y no habían ventanas, pero las llamas inagotables de las antorchas de fuego griego la dotaban de cierta iluminación, aunque aparentemente siniestra, reconfortante.

Me percaté de todas esas cosas porque ese día no tenía ninguna prisa. Había llegado a un consenso conmigo mismo para estar relajado, habiendo decidido dejar atrás lo que había pasado el día anterior, desde mi pesadilla hasta la confesión de Percy.

—Hazel, ¿estás despierta?

—Sí, dime. —Sus ojos resaltaban a la luz del crepúsculo, irradiando entusiasmo mientras me observaban desde la cama.

7 daysDonde viven las historias. Descúbrelo ahora