Día 2.75

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Comprendí la virtud del sacrificio mientras observaba cómo el pastel de calabaza se consumía en las llamas de la hoguera. Esperaba que Asclepio lo valorase como tal. Mientras la fila avanzaba delante de mí, concluí que era el dios más indicado para destinar mis ofrendas y plegarias a favor de la salud de Will.

Quirón suele recomendarnos que no dejemos de lado a nuestros padres divinos a la hora de las ofrendas, pues siendo dioses esperan que como mínimo sus hijos les ofrezcan culto, y de no hacerlo, pueden llegar a considerarlo como un insulto y enviar castigos. Junto con el resto de campistas que hemos permanecido todo el año aquí, he sido testigo de casos; dioses como Apolo, Ares y Afrodita se toman sus ofrendas muy a pecho. Pero Hades es más bien desprendido de lo relacionado a la tradición familiar Olímpica y prefiere que obre como su intermediario con los asuntos de su concierne en la tierra y para su causa en el Inframundo. Es un acuerdo mutuo lo que tenemos. Es mucho mejor centrarnos en las acciones que nos permiten crecer como personas que en banalidades que solo le suman a nuestro ego.

El pastel de calabaza era una de las pocas cosas que podía remembrar de mi madre, una escena que yo mismo invocaba en sueños. Debido a mis numerosas prácticas en el plano onírico aprendí a eludir gran parte de las pesadillas y a navegar hasta las profundidades de mi subconsciente, donde se albergaban mis recuerdos más tempranos; tesoros esperando ser desenterrados.

Estábamos con Bianca sentados en el comedor, sujetando los cubiertos en ristre a ambos lados de nuestros platos vacíos. Mamá aparecía desde la cocina asiendo, con el debido resguardo de sus guantes de repostera, una fuente cubierta por una franela verde. Nos solía decir que el verde era el color de la esperanza y que eso era algo que jamás deberíamos perder. Llevaba un delantal curtido atado a la cintura y tarareaba la melodía de Primavera, del reconocido compendio de conciertos de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi.

La melodía sonaba tan dulce en su voz que poco llegaba a importar si cumplía con los requerimientos de afinación. Simplemente sonaba bien en ella, como si tuviera la capacidad de alterar las partituras en lugar de zafarlas a la hora de cantar. Mi madre tenía ese don. Aunque ella solo lo usaba para cantarnos a nosotros, y yo, siendo un crío, me sentía satisfecho con ello, pues si mi madre era talentosa, me honraba que reservase ese talento para mí.

Ella depositaba la bandeja en la mesa con sumo cuidado de no rozarnos, retiraba la franela y allí estaba, un humeante y delicioso pastel de calabaza a su sazón, con una carita feliz dibujada con salsa de tomate en el centro. Bianca y yo nos zampábamos nuestros pedazos ni bien eran deslizados en nuestros platos, quemándonos la boca con placer. Y aunque se tratara solo de un reflejo de una memoria muy distante saboreaba cada bocado imaginario de ese platillo con el gusto de una realidad presente.

No volví a ver un pastel de calabaza hasta esta noche. Supe que tendría que ser mi ofrenda.

El siguiente en la fila me propinó un empujón en la espalda y sacudí la cabeza antes de emprender marcha de regreso a la mesa número cuatro de Apolo. Actualmente sumaban tantos en número que el campamento se vio en la necesidad de agrandarles la cabaña y cederles un rincón asignado con cuatro mesas en el comedor.

Sentí en mi nuca los ojos de mis amigos, pendientes de mis expresiones y movimientos, como si esperaran encontrar algo que los empujase a socorrerme.

Inspirar eso apesta. No me gustaba la idea de reducirme a la lástima como persona. Lo peor de todo es que a veces ellos tenían razón. Incluyendo esta vez.

Sin embargo, era cosa mía. No necesitaba que me defendieran, ni que estuvieran detrás como una sombra. Necesitaba mi espacio, mi privacidad, ganar solo mis batallas.

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