Día 7.15

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No recuerdo con claridad en cuántos de esos siete días me había visto incapaz de controlar mis sueños. Recuerdo que por más que me esforzaba cada noche, mi perturbación no me dejaba en paz; al contrario, se fortalecía ante la cercanía del día siete. Las pesadillas burlaban fácilmente mis defensas y me arrastraban por los tobillos a sus dominios siniestros. Solo mencioné las de un día, el día cuatro, pero hubo más. Hubo más y quería sacarlo a colación en este momento, donde florece el relato del día siete.

Desperté aterrado. En pánico. Había estado asustado desde que vi a Will inconsciente, pero el terror que me poseyó esa mañana sobrepasó un límite indecible. Tanto que el instinto de huir, de protegerme, se activó en todo su esplendor y echó al traste lo demás.

Imagino que así se sintió Ben, que esa cobardía cruda es lo que ayuda a los animales a sobrevivir y que después de todo los humanos no somos más que animales. Animales que le decimos a la estupidez valentía y a la precaución cobardía. Porque al ser inteligentes nos atrae la estupidez de desafiar la naturaleza.

Soñé el día cinco, y el día seis dos veces.

El día cinco creí que era un sueño normal, que me había colado accidentalmente en el espacio onírico de alguien al azar para ver parte de la película de su vida. De haber estado despierto cuando me fijé mejor, tal vez habría vomitado. Se trataba justo de ese momento, el momento en que Will recibió las mordidas que lo dejaron en coma. Pero yo negaba con la cabeza, porque eso no era lo que me decían las imágenes que se proyectaban ante mí. Estaba viéndome a mí, irreconocible, lastimando a Will.

Y me acordé de súbito. Ese día, el día en que todo se desató. Will y yo nos habíamos dirigido al bosque al atardecer, donde me dijo que había preparado algo. Lo había notado extraño en los últimos días, así que me entusiasmé por su regreso a su comportamiento habitual.

Se detuvo junto a una roca del tamaño de una silla de mesa, no muy lejos de la pradera. Me hizo sentar allí y adoptó una expresión conflictiva mientras se explayaba con torpeza.

Parpadeé, tratando de entender su enmarañado punto.

—¿Estás... terminando conmigo?

Will no me miraba. No me había mirado en ningún momento. Creía que si me miraba su decisión se extinguiría dentro de mis ojos, como una llama que se queda sin oxígeno. Porque se suponía que cada vez que nos mirábamos éramos uno solo; estábamos seguros, en nuestro hogar.

—Nico —Tragó saliva— nos lastimamos el uno al otro.

—Tú no me lastimas —susurré, sintiendo que la opresión del llanto en mi garganta alteraba mi voz—. Nunca lo hiciste.

—Te hago sentir culpable, ¿no?

—¿Crees que soy insoportable?

—No.

—¿Hay alguien más?

—No.

El yo que observaba quiso golpearse la frente. Claro que no había nadie más.

—Will —intenté hacerle razonar—, estábamos bien. Estábamos mejor. Estábamos... —Se me cortó la voz antes de terminar la oración. Todo transcurría demasiado rápido y mi cerebro aturdido no alcanzaba a ir a ese ritmo.

—Lo sé.

—¿Entonces qué sucede? ¿A qué viene esto tan repentino?

Will se apoyó en el tronco del árbol más cercano y elevó la mirada al cielo preñado de colores. Me había dicho alguna vez que los atardeceres y amaneceres eran sus momentos favoritos del día, porque en el cielo se derramaba una gama de distintos colores que solo duraba minutos, mientras el resto del día y la noche se mantenía una constancia. Yo solo contemplaba la belleza de figura que me iba a hacer pedazos, quien no mucho después procedió a tomar una honda bocanada de aire. Bajó la cabeza y trató de sostenerme la mirada sin éxito.

7 daysDonde viven las historias. Descúbrelo ahora