Envuelta en Llamas.

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La mirada de Alejandro se clava en el tembloroso Sebastián que mira febrilmente de un lado a otro en busca de que alguien se ponga en acción.

Los ojos grises se fijan en el centro de su frente y sus dedos enredan los míos con el afán de no perderme al momento de arrastrarnos a su visión.

El techo de piedra cae ante nosotros, dejando el cielo nocturno brillando por encima de nuestras cabezas con pequeñas y titilantes estrellas.

Sebastián perece estar muy concentrado en el firmamento de esta noche y un ruido pequeño, apenas perceptible, lo saca de sus ensoñaciones y lo hace volver la vista al frente encontrándose con seis o quizá siete hombres de chaquetas de cuero negras y botas largas con dagas escondidas en las vainas que cuelgan de su cintura.

La piel pálida delata la verdadera naturaleza de los enormes tipos y alerta al vampiro de que no se trata de alguno de sus colegas.

El miedo que él siente nos envuelve a nosotros, petrifica nuestras extremidades y nos hace quedarnos quietos, luchando contra el miedo para correr dentro.

La visión desaparece tan pronto como vino y las rodillas de Sebastián caen con un ruido hueco sobre el piso de hormigón irregular.

La mano de Alejandro desaparece de la mía y se adelanta, encarando con fiereza a los siete vampiros que parecen mareados con la visión.

—Les dije que era cuestión de tiempo antes de que llegaran —recrimina con furia a cada uno de ellos—, perdimos tiempo gritándonos sin ninguna razón y ahora se acercan.

Sus pasos hacen eco y rebotan en las paredes de piedra, acompañándolo hasta la salida, se gira y clava sus ojos en mí.

—Tú y yo tenemos que arreglar esta mierda —digo, dejando atrás a los siete hombres que solo nos siguen con la mirada.

Los pasillos son casi tan enredados aquí como lo eran en la mansión Arteaga, así que no es tan difícil desplazarse, aquí las indicaciones para caminar parecen estar hechas de olores.

A la derecha están las habitaciones, a la izquierda se llega a la pequeña armería, bajando las escaleras están los calabozos. La hebra de olor nos lleva directo a esa dirección y el familiar aroma de los Altamira nos asalta. No solo por ser el único en el pequeño espacio, sino porque es potente, penetrante.

El guardia del que sacó Alejandro información está hecho un ovillo en la esquina más alejada de la celda, se mece con las manos enredadas en las rodillas y murmura palabras que suenan ininteligibles.

La bota de Alejandro patea uno de los barrotes y el chico sale de su ensueño con una violenta sacudida.

Las ojeras que ensombrecen sus ojos parecen más pronunciadas por la notable forma de sus pómulos, sus labios están agrietados y su piel tiene una textura como apergaminada, producto de la falta de sangre por un tiempo considerablemente largo.

A pesar de eso, logra esbozar una risita altanera al mirarnos.

—Llegaron ¿no? —cuestiona con un hilo de voz.

—¿Los llamaste tú? —exijo saber con la paciencia desbordándose junto con las palabras.

Mis manos se sujetan con firmeza a los barrotes y de repente el hierro al rojo vivo me escuece las palmas de las manos.

—¡Mónica! —grita Alejandro.

—Entonces usted es Mónica Altamira —farfulla recorriéndome con la mirada y deteniéndose en el hierro caliente bajo mis manos—, dijeron que sería intimidante y parece que lo que hace merece ese adjetivo.

Las Memorias de mi Sangre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora