CAPÍTULO XII. UN TÊTE-À-TÊTE Y UN DESCUBRIMIENTO

421 41 1
                                    

Hice el camino en poco más de veinte minutos. Me detuve ante la puerta para

secarme el sudor de la frente, recuperar el aliento y cierta serenidad. La veloz carrera

había mitigado ya parte de mi agitación y con paso firme y tranquilo recorrí el

sendero del jardín. Al pasar por delante del ala habitada del edificio, vi a través de la

ventana abierta a la señora Graham, paseando lentamente de un lado a otro de su

solitaria habitación.

Se mostró inquieta, e incluso desalentada, por mi llegada, como si pensara que yo

había ido también a acusarla. Me había presentado ante ella con la intención de

ofrecerle mi condolencia por la maldad del mundo y para ofrecerle mi ayuda frente a

los abusos del vicario y sus viles informantes, pero de pronto me dio vergüenza

mencionar el asunto y decidí no hacer referencia a él, a menos que ella me brindara la

oportunidad.

—Vengo a una hora inoportuna —dije, aparentando una jovialidad que no sentía,

con intención de tranquilizarla—; pero sólo voy a estar unos minutos.

Me dirigió una sonrisa, desmayada, es verdad, pero muy cariñosa o casi diría que

agradecida, pues sus temores desaparecieron totalmente.

—¡Qué triste parece usted, Helen! ¿Por qué no tiene la chimenea encendida? —le

dije, observando la lúgubre pieza.

—Estamos en verano todavía —replicó.

—Pero nosotros siempre encendemos el fuego por la tarde... si podemos

soportarlo; y usted necesita uno, especialmente en esta casa fría y en esta triste

habitación.

—Debería usted haber venido un poco antes, lo habría encendido para usted; pero

ahora no vale la pena: usted dice que sólo estará unos minutos y Arthur se ha ido a la

cama.—

A pesar de todo, es un capricho. ¿Ordenaría que encendieran la chimenea, si

llamo?

—¿Por qué, Gilbert? No parece tener frío —dijo ella risueñamente, mirando mi

rostro, que sin lugar a dudas parecía bastante acalorado.

—No —repliqué—, pero quiero verla cómoda antes de irme.

—¡Cómoda! —repitió ella con una risa amarga, como si hubiera algo

curiosamente absurdo en la idea—. Estoy bien como estoy —añadió en un tono de

triste resignación.

Pero decidido a cumplir mi deseo, tiré de la campanilla.

—¡Dígaselo, Helen! —insistí, cuando se oyeron los pasos apresurados de Rachel

al acercarse en contestación a las llamadas. No había más que volverse y pedirle a la

criada que encendiera la chimenea.

Rachel hizo que la detestara aquel día por la mirada que me dirigió antes de partir

en cumplimiento de su misión. Fue una mirada huraña, suspicaz, inquisitorial, que

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora