10 de enero de 1827. — Ayer por la noche escribía lo anterior sentada en el salón.
El señor Huntingdon estaba presente, pero, eso creí, dormía en el sofá detrás de mí.
Sin embargo, se había levantado sin que yo me diera cuenta, llevado por una
curiosidad ruin, y había estado mirando por encima de mi hombro durante no sé
cuánto tiempo; porque cuando dejé la pluma sobre la mesa y estaba a punto de cerrar
el cuaderno, puso inesperadamente su mano sobre él y diciendo: «Con tu permiso,
voy a echar una ojeada a esto, querida», me lo quitó con violencia, y, acercando una
silla a la mesa, se sentó tranquilamente a examinarlo. Pasó hoja tras hoja buscando
una explicación de lo que había leído. Desgraciadamente para mí, estaba más sereno
aquella noche de lo que suele estarlo a esa hora.
Naturalmente no le dejé proseguir con tranquilidad esta ocupación: hice varios
intentos de arrancarle el cuaderno de las manos, pero lo agarraba con demasiada
firmeza y no pude. Le eché en cara con amargura y desprecio su conducta mezquina
y deshonrosa, pero no le causó ningún efecto. Finalmente, apagué las dos velas, pero
él se dio la vuelta, se acercó al fuego y, avivando las llamas lo suficiente para sus
propósitos, continuó con calma su investigación. Pensé seriamente en ir a buscar un
jarro de agua y apagar aquella luz también; pero era evidente que su curiosidad estaba
demasiado excitada para extinguirla de ese modo, y cuantas más muestras de
inquietud daba yo para frustrar su escrutinio, más firme era su decisión de insistir en
él. Además, era —dijo— tarde.
—Parece muy interesante, cariño —dijo, levantando la cabeza y volviéndose
hacia donde yo estaba retorciéndome las manos con una rabia y una angustia
silenciosas—; pero es demasiado largo; le echaré una ojeada en otro momento;
entretanto, perdona que te pida las llaves, querida.
—¿Qué llaves?
—Las llaves de tu escritorio, tu buró, tus cajones y de todo lo que posees —
siguió, levantándose y alargando la mano.
—No las tengo —respondí. La llave de mi buró, efectivamente, estaba en su
cerradura en aquel momento, con las demás en el mismo manojo.
—Entonces debes ordenar que te las traigan —dijo—, y si ese demonio de Rachel
no me las trae al punto, se va mañana con todas sus cosas.
—Ella no sabe dónde están —respondí, colocando suavemente mi mano sobre
ellas y sacándolas del buró, sin que él se diera cuenta, o por lo menos eso creí—. Yo
sí lo sé, pero no te las entregaré sin una razón.
—Yo también lo sé —dijo, cogiéndome inesperadamente la mano cerrada y
quitándome las llaves. Luego tomó una de las velas y la volvió a encender
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LA INQUILINA DE WILDFELL HALL
AcakTras muchos años de abandono, la destartalada y ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina -una viuda, al parecer- no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, su...