CAPÍTULO XXXIX. UN PLAN DE FUGA

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La mayor fuente de inquietud, en esta época de prueba, fue mi hijo, a quien su

padre y los amigos de su padre se complacían en animar en toda inclinación al vicio

que un niño pequeño puede mostrar, y a quien instruían en todas las malas

costumbres que pudiera adquirir: en una palabra, «hacer un hombre de él» era uno de

sus entretenimientos corrientes. No necesito decir más para justificar mi alarma y mi

decisión de librarle a toda costa de las manos de semejantes tutores. Al principio

intenté tenerle siempre conmigo o en su cuarto, y le daba a Rachel órdenes precisas

para que no le dejara nunca bajar en la sobremesa mientras estuvieran aquellos

«caballeros», pero fue inútil; estas órdenes eran inmediatamente revocadas y anuladas

por su padre: no iba a permitir que su pequeño se volviera tonto por estar bajo el

dominio de una vieja niñera y una madre condenadamente estúpida. Así, el pequeño

bajaba todas las noches a pesar del malhumor de su mamá y aprendía a beber vino

como papá, a decir palabrotas como el señor Hattersley, y a comportarse como un

hombre, y a mandar a mamá al diablo cuando ella trataba de impedirlo. Ver a aquel

niño tan pequeño hacer semejantes cosas con aquella traviesa ingenuidad, y oírselas

decir con aquella vacilante voz infantil, era para ellos un estímulo tan original y una

diversión tan irresistible como indeciblemente angustioso y descorazonador para mí;

y cuando hacía reír a toda la mesa a carcajadas, los miraba a todos encantado y añadía

su aguda risa a las suyas. Pero si aquellos alegres ojos azules se posaban en mí, su

brillo se desvanecía por un momento y decía con cierta preocupación:

—Mamá, ¿por qué no te ríes? Hazla reír, papá... nunca quiere.

Y he aquí que yo me veía obligada a quedarme entre aquellos salvajes, acechando

una oportunidad de alejar al niño de su compañía, en lugar de dejarlos

inmediatamente después de que retiraban el mantel, como hubiera hecho en otras

circunstancias. Él nunca quería irse y con frecuencia tenía que llevármelo a la fuerza,

por lo que me consideraba muy cruel e injusta; a veces su padre insistía en que le

dejara quedarse; entonces dejaba al niño en manos de sus bondadosos amigos y me

retiraba a rumiar sola mi amargura y desesperación, o a devanarme los sesos en busca

de una solución para aquel mal.

Pero una vez más debo hacer justicia al señor Hargrave y reconocer que nunca le

vi reírse por las fechorías del niño, ni le oí pronunciar una palabra de aliento a su

deseo de satisfacer los gustos varoniles. Pero cuando el pequeño libertino decía o

hacía algo verdaderamente extraordinario, notaba a veces una expresión peculiar en

su rostro que no podía interpretar ni un brillo repentino en los ojos, al tiempo que

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora