CAPÍTULO XVII. MÁS ADVERTENCIAS

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Al día siguiente acompañé a mis tíos a un convite en casa del señor Wilmot. Tenía

hospedadas en su casa a dos damas: su sobrina Annabella (una muchacha vivaz y

bella, o más bien una mujer joven de unos veinticinco años, demasiado coqueta para

casarse, según su propia afirmación, pero enormemente admirada por el caballero,

quien propagaba a los cuatro vientos que era una mujer espléndida) y su comedida

prima Milicent Hargrave, que me había tomado una gran simpatía, creyéndome

erróneamente algo mucho mejor de lo que era. Y yo, en compensación, le tenía un

gran cariño. Excluiría por completo a la pobre Milicent de mi antipatía general por las

damas que conocí. Pero no he mencionado la velada a causa de ella, o de su primo,

sino en honor de otro de los invitados del señor Wilmot: el señor Huntingdon. Tengo

una buena razón para recordar su presencia: fue la última vez que le vi.

Él no se sentó cerca de mí durante la cena, porque le tocó en suerte acompañar a

una voluminosa anciana, y a mí ser acompañada por el señor Grimsby, un amigo

suyo, pero que a mí me disgustaba sobremanera: había un aspecto siniestro en su

semblante y una mezcla de brutalidad agazapada y doblez repugnante en su

comportamiento, que no podía soportar. Qué costumbre tan aburrida es ésta, por

cierto, entre las muchas fuentes de innecesaria incomodidad de esta vida

supercivilizada. Si los caballeros deben acompañar a las damas al comedor, ¿por qué

no pueden escoger aquellas que les gusten más?

No estoy segura, sin embargo, de que el señor Huntingdon me hubiera escogido a

mí si hubiera tenido la libertad de elegir. Es muy posible que hubiera elegido a la

señorita Wilmot, pues ella parecía decidida a acaparar su atención y él parecía

dispuesto a rendirle el homenaje que le exigía. Al menos eso creí cuando vi cómo

hablaban y se reían y las miradas que se dirigían ante el desdén y menosprecio de sus

respectivos vecinos. Mi idea pareció confirmarse después, al reunirse los caballeros

con nosotras en el salón, cuando ella, nada más hacer él su entrada, le pidió

levantando la voz que fuera el árbitro de una discusión que mantenía con otra dama, y

el joven acudió a la llamada con presteza y decidió la cuestión en su favor sin un

momento de duda —aunque, desde mi punto de vista, era obvio que la señorita

Wilmot estaba equivocada—, quedándose luego a charlar familiarmente con ella y un

grupo de mujeres. Entretanto yo estaba sentada junto a Milicent Hargrave en el

extremo opuesto del salón, examinando sus dibujos más recientes, ayudándola con

mis observaciones críticas y consejos, solicitados por ella. Pero a pesar de mis

esfuerzos por mantener la compostura, mi atención se desviaba de los dibujos hacia el

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora