Al día siguiente acompañé a mis tíos a un convite en casa del señor Wilmot. Tenía
hospedadas en su casa a dos damas: su sobrina Annabella (una muchacha vivaz y
bella, o más bien una mujer joven de unos veinticinco años, demasiado coqueta para
casarse, según su propia afirmación, pero enormemente admirada por el caballero,
quien propagaba a los cuatro vientos que era una mujer espléndida) y su comedida
prima Milicent Hargrave, que me había tomado una gran simpatía, creyéndome
erróneamente algo mucho mejor de lo que era. Y yo, en compensación, le tenía un
gran cariño. Excluiría por completo a la pobre Milicent de mi antipatía general por las
damas que conocí. Pero no he mencionado la velada a causa de ella, o de su primo,
sino en honor de otro de los invitados del señor Wilmot: el señor Huntingdon. Tengo
una buena razón para recordar su presencia: fue la última vez que le vi.
Él no se sentó cerca de mí durante la cena, porque le tocó en suerte acompañar a
una voluminosa anciana, y a mí ser acompañada por el señor Grimsby, un amigo
suyo, pero que a mí me disgustaba sobremanera: había un aspecto siniestro en su
semblante y una mezcla de brutalidad agazapada y doblez repugnante en su
comportamiento, que no podía soportar. Qué costumbre tan aburrida es ésta, por
cierto, entre las muchas fuentes de innecesaria incomodidad de esta vida
supercivilizada. Si los caballeros deben acompañar a las damas al comedor, ¿por qué
no pueden escoger aquellas que les gusten más?
No estoy segura, sin embargo, de que el señor Huntingdon me hubiera escogido a
mí si hubiera tenido la libertad de elegir. Es muy posible que hubiera elegido a la
señorita Wilmot, pues ella parecía decidida a acaparar su atención y él parecía
dispuesto a rendirle el homenaje que le exigía. Al menos eso creí cuando vi cómo
hablaban y se reían y las miradas que se dirigían ante el desdén y menosprecio de sus
respectivos vecinos. Mi idea pareció confirmarse después, al reunirse los caballeros
con nosotras en el salón, cuando ella, nada más hacer él su entrada, le pidió
levantando la voz que fuera el árbitro de una discusión que mantenía con otra dama, y
el joven acudió a la llamada con presteza y decidió la cuestión en su favor sin un
momento de duda —aunque, desde mi punto de vista, era obvio que la señorita
Wilmot estaba equivocada—, quedándose luego a charlar familiarmente con ella y un
grupo de mujeres. Entretanto yo estaba sentada junto a Milicent Hargrave en el
extremo opuesto del salón, examinando sus dibujos más recientes, ayudándola con
mis observaciones críticas y consejos, solicitados por ella. Pero a pesar de mis
esfuerzos por mantener la compostura, mi atención se desviaba de los dibujos hacia el
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LA INQUILINA DE WILDFELL HALL
RandomTras muchos años de abandono, la destartalada y ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina -una viuda, al parecer- no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, su...