Habían pasado seis semanas. Era una espléndida mañana de finales de junio. La
mayor parte del heno estaba recogido, pero la semana anterior había sido muy poco
propicia; ahora que por fin había llegado el buen tiempo, y decidido a aprovecharlo lo
más posible, había puesto a todos los hombres a trabajar en el henar y yo mismo
estaba entre ellos, en mangas de camisa, con un ligero sombrero de paja en la cabeza,
levantando brazadas de hierba húmeda y humeante, esparciéndola a los cuatro
vientos, a la cabeza de una fila de criados y jornaleros. Trataba así de trabajar de la
mañana a la noche con el mismo celo y constancia que podía exigir de cualquiera de
ellos y de hacer prosperar la labor con mi propio esfuerzo al mismo tiempo que
animaba a los trabajadores con mi ejemplo. Y he aquí que todas mis resoluciones se
fueron al traste en un momento cuando de pronto apareció mi hermano corriendo
hacia mí y me puso en la mano un pequeño paquete, recién llegado de Londres, que
yo estaba esperando desde hacía algún tiempo. Rasgué el envoltorio y ante mis ojos
apareció una elegante edición de Marmion.
—Me parece que sé para quién es eso —dijo Fergus, que permanecía de pie,
mirándome, mientras yo examinaba complacido el volumen—. Es para Eliza.
Dijo esto con una mirada y un tono tan prodigiosamente intencionados que me
satisfizo contradecirle.
—Estás equivocado, muchacho. —Cogiendo mi levita, deposité el libro en uno de
sus bolsillos y luego me la puse—. Ven aquí, tú, vago, y sé útil por una vez. Quítate la
chaqueta y ocupa mi lugar hasta que vuelva.
—¿Hasta que vuelvas?... ¿Y adónde vas, si puede saberse?
—El dónde es lo de menos. Lo único que a ti te importa es el cuándo; y estaré de
vuelta para la hora de la comida, como muy tarde.
—¡Vaya! Y tendré que trabajar hasta entonces, ¿no es eso? ¿Y conseguir además
que estos muchachos sigan trabajando de firme? ¡Bien, bien! Lo haré... por una vez.
Vamos, muchachos, hay que estar ojo avizor. Ahora os ayudaré yo: y ¡ay del hombre,
o de la mujer, que se detenga un momento, ya sea para mirar a las musarañas, para
rascarse la cabeza o sonarse las narices! Ninguna excusa valdrá. Lo único que tenéis
que hacer es trabajar, trabajar y trabajar con el rostro cubierto de sudor, etcétera.
Le dejé arengando así a la gente, más para su diversión que para su edificación, y
volví a casa. Después de arreglarme un poco, me dirigí con premura hacia Wildfell
Hall con el libro en el bolsillo; pues éste estaba destinado a la estantería de la señora
Graham. «¡Vaya! Entonces, ¿tú y ella habíais llegado a llevaros tan bien que hasta os
hacíais regalos?». No del todo, viejo zorro; era mi primer experimento en esa
dirección y estaba muy inquieto por conocer el resultado.
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LA INQUILINA DE WILDFELL HALL
DiversosTras muchos años de abandono, la destartalada y ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina -una viuda, al parecer- no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, su...