CAPÍTULO VIII. EL REGALO

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Habían pasado seis semanas. Era una espléndida mañana de finales de junio. La

mayor parte del heno estaba recogido, pero la semana anterior había sido muy poco

propicia; ahora que por fin había llegado el buen tiempo, y decidido a aprovecharlo lo

más posible, había puesto a todos los hombres a trabajar en el henar y yo mismo

estaba entre ellos, en mangas de camisa, con un ligero sombrero de paja en la cabeza,

levantando brazadas de hierba húmeda y humeante, esparciéndola a los cuatro

vientos, a la cabeza de una fila de criados y jornaleros. Trataba así de trabajar de la

mañana a la noche con el mismo celo y constancia que podía exigir de cualquiera de

ellos y de hacer prosperar la labor con mi propio esfuerzo al mismo tiempo que

animaba a los trabajadores con mi ejemplo. Y he aquí que todas mis resoluciones se

fueron al traste en un momento cuando de pronto apareció mi hermano corriendo

hacia mí y me puso en la mano un pequeño paquete, recién llegado de Londres, que

yo estaba esperando desde hacía algún tiempo. Rasgué el envoltorio y ante mis ojos

apareció una elegante edición de Marmion.

—Me parece que sé para quién es eso —dijo Fergus, que permanecía de pie,

mirándome, mientras yo examinaba complacido el volumen—. Es para Eliza.

Dijo esto con una mirada y un tono tan prodigiosamente intencionados que me

satisfizo contradecirle.

—Estás equivocado, muchacho. —Cogiendo mi levita, deposité el libro en uno de

sus bolsillos y luego me la puse—. Ven aquí, tú, vago, y sé útil por una vez. Quítate la

chaqueta y ocupa mi lugar hasta que vuelva.

—¿Hasta que vuelvas?... ¿Y adónde vas, si puede saberse?

—El dónde es lo de menos. Lo único que a ti te importa es el cuándo; y estaré de

vuelta para la hora de la comida, como muy tarde.

—¡Vaya! Y tendré que trabajar hasta entonces, ¿no es eso? ¿Y conseguir además

que estos muchachos sigan trabajando de firme? ¡Bien, bien! Lo haré... por una vez.

Vamos, muchachos, hay que estar ojo avizor. Ahora os ayudaré yo: y ¡ay del hombre,

o de la mujer, que se detenga un momento, ya sea para mirar a las musarañas, para

rascarse la cabeza o sonarse las narices! Ninguna excusa valdrá. Lo único que tenéis

que hacer es trabajar, trabajar y trabajar con el rostro cubierto de sudor, etcétera.

Le dejé arengando así a la gente, más para su diversión que para su edificación, y

volví a casa. Después de arreglarme un poco, me dirigí con premura hacia Wildfell

Hall con el libro en el bolsillo; pues éste estaba destinado a la estantería de la señora

Graham. «¡Vaya! Entonces, ¿tú y ella habíais llegado a llevaros tan bien que hasta os

hacíais regalos?». No del todo, viejo zorro; era mi primer experimento en esa

dirección y estaba muy inquieto por conocer el resultado.

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora