Una mañana, en los primeros días de noviembre, cuando redactaba algunas cartas
comerciales poco después del desayuno, Eliza Millward vino a visitar a mi hermana.
Rose no tenía la lucidez ni la virulencia necesarias para ver al pequeño demonio
como yo le veía, y las dos todavía conservaban su intimidad. Sin embargo, en el
momento de su llegada no estábamos en la habitación más que Fergus y yo; mi
hermana y mi madre estaban ausentes, ocupadas «en sus labores domésticas»; pero
yo no tenía ninguna intención de entretenerla, si podía entretenerla otro; me limité a
dedicarle un saludo indiferente y algunas palabras irrelevantes, y luego seguí
escribiendo, dejando a mi hermano que fuera más cortés, si quería. Pero ella deseaba
importunarme.
—¡Qué placer encontrarle a usted en casa, señor Markham! —dijo con una
sonrisa solapadamente maliciosa—. Le veo poco últimamente, porque no viene nunca
por la vicaría. Le aseguro que papá está bastante enfadado —añadió con aire festivo,
mirándome con una risa impertinente, al tiempo que se sentaba casi enfrente, no muy
alejada de mi escritorio, a la altura de la esquina de la mesa.
—He tenido mucho que hacer últimamente —dije, sin levantar la vista de mi
carta.—
¿De veras? Alguien me dijo que ha estado usted descuidando sus asuntos estos
últimos meses.
—Pues ese alguien se equivocó, porque precisamente los últimos dos meses he
sido muy trabajador y diligente.
—¡Ah! Bueno, supongo que no hay nada mejor que una ocupación activa para
consolar a los afligidos; perdóneme, señor Markham, pero no tiene usted muy buen
aspecto, y, según mis referencias, ha estado tan triste y pensativo últimamente, que
casi me inclino a pensar que tiene alguna preocupación íntima que agobia su espíritu.
Antes —dijo con timidez— podía haberme aventurado a preguntarle lo que era y qué
podía hacer para consolarle; ahora no me atrevo a hacerlo.
—Es usted muy amable, señorita Eliza. Cuando crea que puede hacer algo para
consolarme, tendré el descaro de decírselo.
—¡Hágalo, se lo ruego! Supongo que no puedo adivinar lo que le preocupa.
—No tiene necesidad de hacerlo, porque se lo diré con claridad. La cosa que más
me molesta en este momento es una joven dama que está sentada cerca de mí y que
me impide terminar mi carta y, por tanto, cumplir con mis obligaciones cotidianas.
Antes de que pudiera dar réplica a esta afirmación poco galante, Rose entró en la
habitación. La señorita Eliza se levantó para saludarla y las dos se sentaron cerca de
la chimenea, donde aquel muchacho ocioso, Fergus, estaba de pie, apoyando su
espalda contra la esquina de la repisa, con las piernas cruzadas y las manos en los
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LA INQUILINA DE WILDFELL HALL
De TodoTras muchos años de abandono, la destartalada y ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina -una viuda, al parecer- no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, su...