CAPÍTULO XLVII. NOTICIAS ALARMANTES

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Una mañana, en los primeros días de noviembre, cuando redactaba algunas cartas

comerciales poco después del desayuno, Eliza Millward vino a visitar a mi hermana.

Rose no tenía la lucidez ni la virulencia necesarias para ver al pequeño demonio

como yo le veía, y las dos todavía conservaban su intimidad. Sin embargo, en el

momento de su llegada no estábamos en la habitación más que Fergus y yo; mi

hermana y mi madre estaban ausentes, ocupadas «en sus labores domésticas»; pero

yo no tenía ninguna intención de entretenerla, si podía entretenerla otro; me limité a

dedicarle un saludo indiferente y algunas palabras irrelevantes, y luego seguí

escribiendo, dejando a mi hermano que fuera más cortés, si quería. Pero ella deseaba

importunarme.

—¡Qué placer encontrarle a usted en casa, señor Markham! —dijo con una

sonrisa solapadamente maliciosa—. Le veo poco últimamente, porque no viene nunca

por la vicaría. Le aseguro que papá está bastante enfadado —añadió con aire festivo,

mirándome con una risa impertinente, al tiempo que se sentaba casi enfrente, no muy

alejada de mi escritorio, a la altura de la esquina de la mesa.

—He tenido mucho que hacer últimamente —dije, sin levantar la vista de mi

carta.—

¿De veras? Alguien me dijo que ha estado usted descuidando sus asuntos estos

últimos meses.

—Pues ese alguien se equivocó, porque precisamente los últimos dos meses he

sido muy trabajador y diligente.

—¡Ah! Bueno, supongo que no hay nada mejor que una ocupación activa para

consolar a los afligidos; perdóneme, señor Markham, pero no tiene usted muy buen

aspecto, y, según mis referencias, ha estado tan triste y pensativo últimamente, que

casi me inclino a pensar que tiene alguna preocupación íntima que agobia su espíritu.

Antes —dijo con timidez— podía haberme aventurado a preguntarle lo que era y qué

podía hacer para consolarle; ahora no me atrevo a hacerlo.

—Es usted muy amable, señorita Eliza. Cuando crea que puede hacer algo para

consolarme, tendré el descaro de decírselo.

—¡Hágalo, se lo ruego! Supongo que no puedo adivinar lo que le preocupa.

—No tiene necesidad de hacerlo, porque se lo diré con claridad. La cosa que más

me molesta en este momento es una joven dama que está sentada cerca de mí y que

me impide terminar mi carta y, por tanto, cumplir con mis obligaciones cotidianas.

Antes de que pudiera dar réplica a esta afirmación poco galante, Rose entró en la

habitación. La señorita Eliza se levantó para saludarla y las dos se sentaron cerca de

la chimenea, donde aquel muchacho ocioso, Fergus, estaba de pie, apoyando su

espalda contra la esquina de la repisa, con las piernas cruzadas y las manos en los

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora