CAPÍTULO L. DUDAS Y DECEPCIONES

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Al leer esto no tenía razones para ocultar mi alegría y mi esperanza a Frederick

Lawrence, porque no tenía nada de que avergonzarme. Lo único que me producía

alegría era que su hermana se había liberado al fin de su penosa y abrumadora labor;

mi única esperanza era que ella se recuperara con el tiempo de sus efectos y que se le

permitiera descansar en paz y tranquilidad, por lo menos, el resto de su vida. Yo

experimentaba una dolorosa piedad por su desdichado marido (aunque era

plenamente consciente de que había sido él el causante de todos sus sufrimientos y de

sobra merecedor de ellos), una profunda condolencia con ella por sus calamidades y

una gran preocupación por las consecuencias de aquellos agotadores cuidados,

aquellas terribles vigilias, aquel confinamiento incesante y nocivo junto a un

agonizante, porque estaba convencido de que no había aludido a la mitad de los

sufrimientos que había tenido que soportar.

—¿Va a ir usted a verla, Lawrence? —pregunté, poniéndole la carta en las manos.

—Sí, inmediatamente.

—¡Muy bien! Le dejaré entonces para que haga los preparativos para su marcha.

—Ya los he hecho, mientras leía usted la carta y antes de que viniera; y el coche

acaba de llegar.

Aprobando interiormente su prontitud, me despedí de él y me retiré. Me dirigió

una mirada penetrante al tiempo que nos estrechábamos las manos para despedirnos;

sea lo que fuere lo que buscaba en mi semblante, no vio en él nada más que la más

decorosa gravedad... quizá mezclada con un poco de rigor porque por un momento

me ofendí por lo que sospechaba que le estaba pasando por la cabeza.

¿Había olvidado yo mis propias expectativas, mi ardiente amor, mis pertinaces

esperanzas? Parecía como un sacrilegio volver a ellas ahora, pero no las había

olvidado. Reflexioné, sin embargo, sobre estas cosas con un lúgubre sentido de la

oscuridad de esas expectativas, la falacia de esas esperanzas, y la fatuidad de este

afecto, al montar de nuevo en mi caballo y hacer lentamente el viaje de vuelta a casa.

La señora Huntingdon era libre ahora; ya no era un delito pensar en ella; pero ¿pensó

ella alguna vez en mí? No, en aquel momento, naturalmente, no era de esperar, pero

¿lo haría cuando se hubiera recuperado de la impresión? A lo largo de toda su

correspondencia con su hermano (nuestro mutuo amigo, como ella misma le

llamaba), no me había mencionado más que una vez, y había sido por necesidad. Esto

sólo daba fuerza a la presunción de que me había olvidado; no obstante, no era esto lo

peor: podría haber sido su sentido del deber lo que la había hecho guardar silencio,

podría estar tratando sólo de olvidar; pero además de esto, tenía la sombría

convicción de que las horribles realidades que ella había visto y padecido, su

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora