CAPÍTULO V. EL ESTUDIO

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El mes llegaba a su fin cuando, cediendo a la apremiante insistencia de Rose, la

acompañé a una visita a Wildfell Hall. Para sorpresa nuestra, fuimos conducidos a

una habitación en la que el primer objeto con el que tropezaron mis ojos fue un

caballete de pintor; junto a él había una mesa ocupada por lienzos, botellas de óleo y

barniz, una paleta, pinceles, pinturas, etc. Inclinados contra la pared había varios

bocetos en diversas etapas de progresión, y unos cuantos cuadros terminados, la

mayor parte, paisajes y retratos.

—Tengo que recibirlos en mi estudio —dijo la señora Graham—, no hay fuego en

el salón hoy, y hace demasiado frío para que permanezcan en un sitio con la

chimenea vacía.

Quitó de un par de sillas los artísticos trastos que las habían usurpado, nos rogó

que nos sentáramos, y volvió a ocupar su asiento al lado del caballete. No se sentó

exactamente frente a él, pero echaba una mirada a la pintura de vez en cuando

mientras conversaba y la retocaba ocasionalmente con el pincel, como si le resultara

imposible apartar la atención de su ocupación para fijarla en sus invitados. Era una

perspectiva de Wildfell Hall, por la mañana temprano, desde el campo de abajo, que

destacaba en oscuro relieve contra un cielo azul claro plateado, con unos pocos trazos

rojos en el horizonte, dibujada y coloreada con fidelidad, y muy elegante y

artísticamente pintada.

—Veo que su trabajo requiere toda su atención, señora Graham —observé yo—;

debo rogarle que continúe; porque si consiente usted que nuestra presencia la

interrumpa, nos veremos obligados a considerarnos unos intrusos inoportunos.

—¡Oh, no! —contestó ella, arrojando el pincel sobre la mesa como arrastrada por

sorpresa a la cortesía—. No estoy tan acosada por las visitas que no pueda compartir

unos cuantos minutos con los pocos que me honran con su compañía.

—Casi ha acabado usted su cuadro —dije, aproximándome para observarlo desde

más cerca y mirándolo con mayor grado de admiración y deleite del que puedo

expresar—. Unas cuantas pinceladas en primer término lo acabarán, creo. Pero ¿por

qué lo ha llamado usted Fernley Manor, Cumberland, en vez de Wildfell Hall,

condado de...? —pregunté, aludiendo al nombre que había trazado en pequeños

caracteres en la parte inferior del lienzo.

Pero me di cuenta inmediatamente de que acababa de cometer una impertinencia

al hacerlo porque se sonrojó y dudó; pero, después de una pausa momentánea,

contestó con una especie de franqueza desesperada:

—Porque tengo amigos, conocidos por lo menos, en el mundo a los que deseo

ocultar mi actual residencia; y como podrían ver el cuadro, y podrían posiblemente

reconocer el estilo, a pesar de las iniciales falsas que he pintado en la esquina, he

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora