CAPÍTULO XLV. RECONCILIACIÓN

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Bueno, Halford, ¿qué piensas de todo esto? Y mientras lo leías, ¿te imaginaste por

algún momento qué sentimientos me habrían embargado al leerlo yo? Seguramente

no; pero no voy a comentarlos ahora; sólo haré esta confesión, por poco honrosa que

pueda ser para la naturaleza humana, y en particular para mí: la primera parte del

diario fue, para mí, más penosa que la última; no es que fuera en absoluto insensible a

los pesares de la señora Huntingdon o inconmovible ante sus sufrimientos, sino que,

debo confesarlo, experimenté una especie de satisfacción egoísta al contemplar que el

concepto en que tenía a su marido iba degradándose poco a poco, y al ver cómo éste

extinguía todo el afecto que ella sentía. El efecto de conjunto, sin embargo, a pesar de

toda la simpatía que sentía por ella y la cólera que él me inspiraba, fue librar a mi

espíritu de una carga insoportable, y llenar de alegría mi corazón, como si algún

amigo me hubiera despertado de una horrorosa pesadilla.

Eran ya las ocho de la mañana; mi vela se había agotado en mitad de la lectura,

sin dejarme más alternativa que hacerme con otra, con riesgo de despertar a toda la

casa o irme a la cama y esperar el retorno de la luz del día. Pensando en mi madre

elegí lo último; pero con qué gana toqué la almohada y cuánto sueño me proporcionó,

lo dejo a tu imaginación.

A los primeros indicios del amanecer, me levanté y me acerqué con el manuscrito

a la ventana, pero era imposible leerlo todavía. Dediqué media hora a vestirme y

luego volví a él otra vez. Entonces, con cierta dificultad y un intenso y ávido interés,

devoré el resto de su contenido. Cuando lo concluí y me recuperé de la pasajera

impresión que me había producido su súbito final, abrí la ventana y saqué la cabeza

para que me diera en el rostro la fresca brisa matinal y para aspirar profundas

bocanadas de aire puro. Era una mañana espléndida; un espeso rocío medio helado

cubría la hierba, las golondrinas gorjeaban a mi alrededor, las cornejas graznaban y

las vacas mugían a lo lejos; la escarcha temprana y el resplandor del sol del verano

mezclaban su dulzura en el aire. Pero yo no pensaba en esto; una confusión de

incontables pensamientos y encontradas emociones me invadía mientras contemplaba

abstraídamente el bello rostro de la naturaleza. En seguida, sin embargo, este caos de

pensamientos y sentimientos se aclaró, dando paso a dos nítidas emociones:

indescriptible alegría porque mi adorada Helen era la que yo había soñado, porque a

través de los nocivos vapores de las calumnias del mundo y de las propias condenas

de mi fantasía, su carácter brillaba cegador, claro, inmaculado como aquel sol que no

podía mirar directamente; y vergüenza y profundo remordimiento por mi propia

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora