CAPÍTULO IX. UNA SERPIENTE EN LA HIERBA

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Aunque podría decirse ahora que mis sentimientos se alejaban claramente de

Eliza, no dejé del todo de hacer visitas a la vicaría, porque deseaba, por así decirlo,

dejar que ella se desilusionara poco a poco, sin causar mucho dolor o atraer mucho

resentimiento, o convertirme en el objeto de las habladurías de la parroquia; además,

si me hubiera mantenido apartado del todo, el vicario, que consideraba que mis

visitas se las hacía fundamentalmente, si no completamente, a él, se habría sentido

ofendido por la negligencia. Pero cuando fui a su casa al día siguiente de mi

entrevista con la señora Graham, él no estaba: una circunstancia para mí en absoluto

tan agradable como lo había sido en ocasiones anteriores. La señorita Millward estaba

allí, es verdad, pero ella, naturalmente, no era mucho más que nada. Sin embargo,

decidí abreviar mi visita y hablar con Eliza de una manera fraternal y amistosa,

actitud que nuestra antigua intimidad me daba derecho a adoptar y que no podía,

pensé, ser una ofensa ni servir para alimentar falsas esperanzas.

Nunca tuve la costumbre de hablar de la señora Graham con ella ni con ninguna

otra persona; pero no hacía tres minutos que me había sentado cuando Eliza aludió a

aquella dama de una manera bastante curiosa.

—¡Oh, señor Markham! —dijo, con una expresión inquieta, suavizando la voz

hasta parecer un murmullo—. ¿Qué piensa usted de esas noticias horribles que corren

sobre la señora Graham? ¿Puede usted alentarnos a no darles crédito?

—¿Qué noticias?

—¡Oh, vamos, tiene que saberlo! —Sonrió furtivamente y movió la cabeza.

—No sé nada sobre ellas. ¿Qué demonios quiere decir, Eliza?

—¡Oh, no me lo pregunte! No puedo explicárselo.

Cogió su pañuelo de batista, que había estado embelleciendo con un ancho

encaje, y se concentró en su labor.

—¿Qué ocurre, señorita Millward? ¿Qué quiere decir? —dije, apelando a su

hermana, que parecía estar absorta haciendo el dobladillo de una sábana grande.

—No lo sé —replicó—. Supongo que alguna calumnia que ha estado inventando

algún ocioso. Yo nunca había oído hablar de ello hasta que Eliza me lo dijo el otro

día; pero aunque toda la parroquia me volviera sorda contándomelo, no creería ni una

sola palabra. ¡Conozco a la señora Graham demasiado bien!

—¡Estoy de acuerdo con usted, señorita Millward! Tampoco yo lo creo, sea lo

que fuere.

—¡En fin! —observó Eliza con un suave suspiro—. Está bien tener una seguridad

tan reconfortante sobre la dignidad de aquellos a los que amamos. Sólo deseo que

vuestra confianza no se vea traicionada.

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora