Aunque podría decirse ahora que mis sentimientos se alejaban claramente de
Eliza, no dejé del todo de hacer visitas a la vicaría, porque deseaba, por así decirlo,
dejar que ella se desilusionara poco a poco, sin causar mucho dolor o atraer mucho
resentimiento, o convertirme en el objeto de las habladurías de la parroquia; además,
si me hubiera mantenido apartado del todo, el vicario, que consideraba que mis
visitas se las hacía fundamentalmente, si no completamente, a él, se habría sentido
ofendido por la negligencia. Pero cuando fui a su casa al día siguiente de mi
entrevista con la señora Graham, él no estaba: una circunstancia para mí en absoluto
tan agradable como lo había sido en ocasiones anteriores. La señorita Millward estaba
allí, es verdad, pero ella, naturalmente, no era mucho más que nada. Sin embargo,
decidí abreviar mi visita y hablar con Eliza de una manera fraternal y amistosa,
actitud que nuestra antigua intimidad me daba derecho a adoptar y que no podía,
pensé, ser una ofensa ni servir para alimentar falsas esperanzas.
Nunca tuve la costumbre de hablar de la señora Graham con ella ni con ninguna
otra persona; pero no hacía tres minutos que me había sentado cuando Eliza aludió a
aquella dama de una manera bastante curiosa.
—¡Oh, señor Markham! —dijo, con una expresión inquieta, suavizando la voz
hasta parecer un murmullo—. ¿Qué piensa usted de esas noticias horribles que corren
sobre la señora Graham? ¿Puede usted alentarnos a no darles crédito?
—¿Qué noticias?
—¡Oh, vamos, tiene que saberlo! —Sonrió furtivamente y movió la cabeza.
—No sé nada sobre ellas. ¿Qué demonios quiere decir, Eliza?
—¡Oh, no me lo pregunte! No puedo explicárselo.
Cogió su pañuelo de batista, que había estado embelleciendo con un ancho
encaje, y se concentró en su labor.
—¿Qué ocurre, señorita Millward? ¿Qué quiere decir? —dije, apelando a su
hermana, que parecía estar absorta haciendo el dobladillo de una sábana grande.
—No lo sé —replicó—. Supongo que alguna calumnia que ha estado inventando
algún ocioso. Yo nunca había oído hablar de ello hasta que Eliza me lo dijo el otro
día; pero aunque toda la parroquia me volviera sorda contándomelo, no creería ni una
sola palabra. ¡Conozco a la señora Graham demasiado bien!
—¡Estoy de acuerdo con usted, señorita Millward! Tampoco yo lo creo, sea lo
que fuere.
—¡En fin! —observó Eliza con un suave suspiro—. Está bien tener una seguridad
tan reconfortante sobre la dignidad de aquellos a los que amamos. Sólo deseo que
vuestra confianza no se vea traicionada.
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LA INQUILINA DE WILDFELL HALL
De TodoTras muchos años de abandono, la destartalada y ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina -una viuda, al parecer- no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, su...