CAPÍTULO XXXIII. DOS VELADAS

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7. — Sí, ¡puedo confiar! Esta noche he oído a Grimsby y Hattersley quejarse de la

inhospitalidad de su anfitrión. No sabían que yo me hallaba cerca, porque dio la

casualidad de que estaba detrás de la cortina de la ventana, observando la salida de la

luna por encima de la masa de altos, oscuros olmos situados más abajo del prado,

preguntándome por qué Arthur estaba tan sentimental como para estar solo, apoyado

contra una columna del porche, al parecer mirándola también.

—Me parece que ya no va a haber más alegres orgías en esta casa —dijo el señor

Hattersley—. Sabía que su compañerismo no duraría mucho. Pero —añadió, riéndose

— no esperaba que terminara de esta manera. Más bien creí que nuestra bonita

anfitriona erizaría sus púas de puercoespín, y nos amenazaría con echarnos de la casa

si no corregíamos nuestros modales.

—¿No previste esto entonces? —respondió Grimsby con una risa ahogada—.

Pero él cambiará otra vez cuando se harte de ella. Si volvemos aquí dentro de un año

o dos, lo haremos todo a nuestra manera, ya verás.

—No lo sé —respondió el otro—. Ella no es de esa clase de mujeres de las que te

cansas en seguida; sea como fuere, el caso es que es diabólicamente irritante que no

podamos divertirnos porque él ha decidido portarse bien.

—¡La culpa la tienen esas condenadas mujeres! —murmuró Grimsby—. ¡Son

realmente el azote del mundo! Crean problemas y molestias por dondequiera que van,

con sus caras falsas, bellas, y sus lenguas mentirosas.

En este punto salí de mi escondite y, sonriendo al señor Grimsby al pasar delante

de él, abandoné la habitación y salí en busca de Arthur. Había visto que se dirigía a

los matorrales, le seguí en esa dirección y le alcancé justo cuando se internaba en el

umbroso sendero. Me sentía tan alegre, tan rebosante de cariño, que salté sobre él y le

rodeé con mis brazos. Este inesperado abrazo tuvo un curioso efecto sobre él.

Primero murmuró: «¡Cielos, querida!» y correspondió a mi abrazo con otro tan

cariñoso como en otros tiempos, y luego se sobresaltó y, en un tono de absoluto

terror, exclamó:

—¡Helen! ¿Qué demonios es esto? —Y vi, por la débil luz que se filtraba a través

de los densos árboles, que había palidecido de la impresión.

¡Qué extraño que el impulso instintivo del cariño fuera la primera reacción, y

luego siguiera la impresión de la sorpresa! Esto demuestra que el cariño es auténtico:

todavía no se ha cansado de mí.

—Te he sorprendido, Arthur —dije, riendo en mi alborozo—. ¡Qué nervioso

estás!

—¿Por qué demonios lo has hecho? —gritó él, con bastante impertinencia, y

librándose de mis brazos se pasó el pañuelo por la frente—. ¡Vuelve, Helen, vuelve

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora