CAPÍTULO LIII. CONCLUSIÓN

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Estaba así, absorto en mis tristes ensoñaciones, cuando un carruaje apareció por

una curva del camino. No me fijé en él y si hubiera pasado sin más, no habría

recordado ahora su aparición en absoluto; pero una voz menuda me sobresaltó al

exclamar:

—¡Mamá, mamá, ahí está el señor Markham!

No oí la contestación, pero inmediatamente después la misma voz respondió:

—Sí, es él, de verdad. Míralo.

Yo no alcé la vista, pero supongo que su madre me miró, porque una voz clara,

melodiosa, cuyo timbre me hizo estremecer, exclamó:

—Oh, tía, ahí está el señor Markham... ¡El amigo de Arthur! ¡Pare, Richard!

Había una excitación tan alegre y, aunque reprimida, tan evidente en el tono en

que fueron pronunciadas aquellas palabras —especialmente aquel trémulo: «Oh,

tía»— que casi me cogió desprevenido. El carruaje se detuvo inmediatamente, alcé

los ojos y me encontré con la mirada de una mujer mayor, pálida y seria, que me

examinaba desde la ventanilla abierta. Me hizo una inclinación de cabeza, que yo

devolví, y luego se apartó, mientras Arthur pedía a gritos al cochero que le dejara

bajar; pero antes de que aquel empleado pudiera bajar de su cabina, una mano salió

silenciosamente por la ventanilla. Yo conocía aquella mano, aunque un guante negro

ocultara su delicada blancura y en parte sus bellas proporciones y, cogiéndola con

presteza la estreché con fervor durante unos instantes. Luego, recuperando

inmediatamente la compostura, la solté, y en un instante desapareció.

—¿Venía usted a visitarnos o sólo pasaba por aquí? —preguntó la voz grave de su

propietaria, quien, lo sentía, estaba examinando mi semblante, desde detrás de su

grueso velo negro que, junto con la carrocería, me ocultaba completamente el suyo.

—Vine... vine a ver el lugar —balbucí.

—El lugar —repitió ella, en un tono que denotaba más disgusto y desilusión que

sorpresa—. ¿No entrará entonces?

—Si usted quiere...

—¿Cómo puede dudarlo?

—¡Sí, sí, tiene que entrar! —gritó Arthur, saliendo por la otra puerta y corriendo

hacia mí. Cogió mi mano entre las suyas y la estrechó calurosamente.

—¿Se acuerda de mí, señor? —preguntó.

—Sí, muy bien, jovencito, aunque estás muy cambiado —respondí, examinando

la figura comparativamente alta, delgada del muchacho con la efigie de su madre

estampada en sus rasgos bellos e inteligentes, a pesar de los ojos azules brillantes de

júbilo y los luminosos rizos que se apretaban bajo su gorra.

—¿No estoy alto? —dijo, estirándose todo lo más que podía.

—¡Ocho centímetros más alto por lo menos!

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora