25 de agosto. — Ya estoy completamente metida en mi habitual rutina de
ocupaciones invariables y entretenimientos apacibles, bastante contenta y alegre,
aunque deseando que llegue la primavera con la esperanza de volver a la ciudad, no
por sus diversiones y fiestas, sino por la posibilidad de encontrarme de nuevo con el
señor Huntingdon, porque todavía está en mis pensamientos y en mis sueños. En
todas mis ocupaciones, en todo lo que hago, veo u oigo, hay una última referencia a
él; todos los conocimientos o habilidades los adquiero para ponerlos a su servicio o
entretenerle algún día; todas las bellezas nuevas que descubro en la naturaleza o en el
arte, las pinto para que se encuentren con su mirada, o las guardo en mi memoria para
describírselas en un posible futuro. Al menos, ésta es la esperanza que acaricio, la
ilusión que ilumina mi solitario camino. Después de todo, puede ser sólo un ignis
fatuus, pero no puede haber mal alguno en que lo siga con mis ojos y me regocije con
su brillo mientras no me aparte de la trayectoria que debo seguir, y creo que no me
apartará porque he pensado detenidamente en el consejo de mi tía y ahora veo claro
lo estúpido que sería sacrificarme por alguien que fuera indigno de todo el amor que
puedo ofrecerle, e incapaz de corresponder a los sentimientos mejores y más
profundos de mi corazón. Lo veo tan claro que aunque le volviera a ver, y se acordara
de mí y me amara todavía (lo cual, ¡ay!, es muy poco probable teniendo en cuenta
cuál es su situación y quién le rodea), y aunque me pidiera que me casara con él,
estoy decidida a no aceptar hasta no estar segura de si es mi opinión sobre él o la de
mi tía la más cercana a la verdad. Porque si la mía es totalmente equivocada, no es a
él a quien amo, sino a una criatura de mi propia imaginación. Pero creo que no estoy
equivocada —no, no—, hay algo secreto, un instinto que me dice que tengo razón.
Hay una bondad esencial en él..., ¡y qué placer descubrirla! Y si se ha extraviado,
¡qué bendición hacerle volver! Si está ahora expuesto a la perniciosa influencia de
amigos corruptores y malignos, ¡qué gloria apartarle de ellos! ¡Oh! ¡Si pudiera creer
ciegamente que el Cielo me ha encomendado esta misión!
Hoy es uno de septiembre; pero mi tío ha ordenado al guardabosques que no se
ocupe de las perdices hasta que vengan los caballeros.
—¿Qué caballeros? —pregunté cuando oí aquello.
Había invitado a un reducido grupo de personas a cazar. Su amigo el señor
Wilmot era una de ellas, y el amigo de mi tía, el señor Boarham, otra. Al principio me
parecieron éstas unas noticias terribles, pero mis temores se desvanecieron como un
sueño cuando me enteré de que ¡el señor Huntingdon era otro de los invitados! Mi tía,
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LA INQUILINA DE WILDFELL HALL
De TodoTras muchos años de abandono, la destartalada y ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina -una viuda, al parecer- no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, su...