CAPÍTULO XXVI. LOS INVITADOS

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23 de septiembre. — Nuestros huéspedes llegaron hace tres semanas. Lord y lady

Lowborough hace ahora más de ocho meses que se casaron; le concederé a la dama el

derecho a decir que su marido es otro hombre; su apariencia, su espíritu y su carácter

han mejorado ostensiblemente desde que le vi por última vez. Aunque aún pueden

mejorarse más. No siempre está alegre, no siempre está contento, y ella se queja a

menudo de su malhumor a pesar de que es la última persona que debería hacerlo,

puesto que nunca lo descarga sobre ella, salvo como consecuencia de una conducta

que provocaría a un santo. Él la adora todavía e iría al fin del mundo por complacerla.

Ella conoce su poder y lo utiliza; sabe perfectamente que adular y halagar es más

seguro que mandar, y suaviza con astucia su despotismo con las suficientes

zalamerías para hacer que él se sienta un hombre afortunado y feliz.

Ella tiene otra manera de atormentarle que me convierte en una compañera de

fatigas... o podría convertirme en eso, si me considerara tal. Ésta consiste en

coquetear abierta aunque no escandalosamente con el señor Huntingdon, quien está

deseando seguirle el juego; pero no me preocupo por ello, porque, para él, no se trata

más que de satisfacer su vanidad, y de un deseo malicioso de provocar mis celos, y,

quizá, de torturar a su amigo; y a ella, sin duda, la guían los mismos motivos, con la

diferencia de que hay menos afán de juego y más malicia en sus maniobras. Por tanto,

en lo que a mí se refiere, es obvio que mi interés consiste en decepcionarlos a los dos

conservando una alegre e imperturbable serenidad en todo momento; en

consecuencia, me esfuerzo por dar a entender la gran confianza que tengo en mi

marido y la total indiferencia por la habilidad de mi atractiva invitada. Al primero no

le he llamado la atención más que una vez, y fue por reírse del semblante deprimido y

angustiado de lord Lowborough una noche, después de haber estado los dos

especialmente provocadores; y en esa ocasión, la verdad es que me explayé a gusto

sobre el tema y le reprendí con bastante severidad; sin embargo, él se limitó a reír y

dijo:—

Te da pena, ¿verdad, Helen?

—Me da pena cualquier persona que es tratada injustamente —contesté— y

también me dan pena aquellos que la ofenden.

—¡Vaya, Helen, estás tan celosa como él! —gritó, riéndose todavía más; y me fue

imposible convencerle de su error. Así, a partir de entonces, he tenido mucho interés

en evitar cualquier alusión al asunto, y dejar a lord Lowborough que se cuide por sí

mismo. Él carece del poder o la intuición para seguir mi ejemplo, aunque trata de

ocultar su incomodidad todo lo mejor que puede; no obstante, se le acaba notando en

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora