CAPÍTULO IV. LA FIESTA

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Nuestra fiesta del 5 de noviembre transcurrió agradablemente, a pesar de la

negativa de la señora Graham a honrarla con su presencia. En realidad, es probable

que de haber asistido a ella hubiera habido menos cordialidad, libertad y juego entre

nosotros de los que hubo sin ella.

Mi madre, como de costumbre, estuvo alegre y habladora, servicial y amable; su

única equivocación fue pretender con demasiada inquietud que sus invitados fueran

felices, obligando a varios de ellos a hacer lo que sus espíritus detestaban: a comer o

beber, a sentarse frente a la chimenea o a hablar cuando les hubiera gustado

permanecer en silencio. No obstante, lo soportaron muy bien, pues estaban dispuestos

a divertirse.

El señor Millward fue generoso en dogmas importantes y bromas sentenciosas,

anécdotas pomposas y discursos magistrales, pronunciados para la ilustración de la

reunión en general y de la cautivada señora Markham, el cortés señor Lawrence, la

juiciosa Mary Millward, el apacible Richard Wilson y el prosaico Robert en

particular, que fueron los oyentes más atentos.

La señora Wilson estuvo más brillante que nunca, con su cargamento de noticias

frescas y fariseísmo antiguo, entrelazados con preguntas y reflexiones triviales y

observaciones a menudo repetidas, emitidas aparentemente con el único propósito de

no dar un momento de descanso a sus órganos del lenguaje. Se había traído con ella

su calceta y parecía como si su lengua hubiera hecho una apuesta con sus dedos para

aventajarles en velocidad y movimiento continuo.

Su hija Jane estuvo, naturalmente, tan graciosa y elegante, tan ingeniosa y

atractiva como posiblemente se había propuesto: había muchas mujeres que eclipsar y

muchos hombres que seducir, y allí estaba, además, el señor Lawrence para ser

apresado y subyugado. Sus pequeñas artes de seducción eran demasiado sutiles e

incomprensibles para atraer mi atención, pero me pareció notar que había en ella un

afectado aire de superioridad y una timidez poco propicia a su alrededor que anulaba

todos sus avances. Cuando ya se había ido, Rose me comentó todas sus miradas,

palabras y actitudes con una mezcla de agudeza y aspereza que me hizo maravillarme

por igual de la artificiosidad de la dama y la sagacidad de mi hermana, y preguntarme

si ésta no tendría un ojo puesto también en el potentado; pero no te alarmes, Halford,

no lo tenía.

Richard Wilson, el hermano menor de Jane, se sentó en una esquina,

aparentemente de buen humor, pero silencioso y tímido, deseoso de no llamar la

atención, aunque interesado en escuchar y observar; y aunque estaba en cierto modo

fuera de su elemento, habría sido bastante feliz a su manera si mi madre le hubiera

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora