CAPÍTULO XIX. UN INCIDENTE

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22 Noche. — ¿Qué he hecho? ¿Cuáles serán las consecuencias? No puedo

reflexionar serenamente sobre ello; no puedo dormir. Debo recurrir a mi diario otra

vez; lo pondré por escrito esta noche y ya veré lo que pienso de ello mañana.

Bajé a cenar decidida a mostrarme jovial y amable, y mantuve mi decisión muy

honrosamente, teniendo en cuenta cómo me dolía la cabeza y lo desdichada que me

sentía por dentro. No sé lo que me ha pasado últimamente; en verdad, mis energías,

tanto mentales como físicas, deben de estar extrañamente deterioradas, pues de lo

contrario no me habría comportado con tanta flaqueza en muchos aspectos como lo

he hecho; pero no me he sentido bien estos últimos dos días; supongo que se debe a

comer y dormir tan poco, y a pensar tanto, y a estar tan continuamente de mal humor.

Pero sigamos: me estaba esforzando por tocar y cantar para entretenimiento y a

petición de mi tía y Milicent, antes de que los caballeros entraran en el salón (a la

señorita Wilmot nunca le gusta derrochar sus empeños musicales para regalar sólo los

oídos de las damas). Milicent había pedido una cancioncilla escocesa y yo estaba en

la mitad de la interpretación cuando ellos entraron. Lo primero que hizo el señor

Huntingdon fue acercarse a Annabella.

—Señorita Wilmot, ¿sería tan amable de deleitarnos con su música esta noche?

—dijo—. ¡Hágalo! Sé que querrá hacerlo cuando le diga que he estado anhelando

todo el día oír el timbre de su voz. ¡Vamos! El piano está libre.

En efecto lo estaba, porque lo abandoné inmediatamente al oír su petición. Si

hubiera estado dotada de un conveniente dominio de mí misma, me hubiera acercado

a la dama yo también y habría unido gustosamente mis súplicas a las de él; con lo que

habría frustrado sus esperanzas, si la afrenta hubiera sido hecha a propósito, o le

habría hecho consciente de la ofensa, si hubiera sido producto de la irreflexión; pero

me hirió demasiado profundamente y no pude hacer otra cosa que levantarme del

taburete y dejarme caer en el sofá, reprimiendo con dificultad la expresión audible de

la amargura que sentía. Sabía que el talento musical de Annabella era superior al mío,

pero esto no era razón para tratarme como una completa nulidad. El momento y la

manera en que hizo su petición me parecieron un insulto injustificado; pude haber

llorado de pura indignación.

Entretanto, ella se sentó al piano, exultante, y le brindó dos de sus canciones

favoritas, con un estilo tan magnífico que incluso mi ira se tornó admiración, y

escuché con una especie de placer melancólico las hábiles modulaciones de su

poderosa y bien timbrada voz, tan adecuadamente acompañada por su briosa, perfecta

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora