CAPÍTULO XXXVI. DOBLE SOLEDAD

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20 de diciembre de 1824. — Hoy se cumple el tercer aniversario de nuestro

dichoso enlace. Ahora hace dos meses que nuestros huéspedes nos dejaron para que

disfrutáramos uno de la compañía del otro. Llevo nueve semanas experimentando la

nueva fase de la vida conyugal: dos personas que viven juntas como señor y señora

de la casa, y padre y madre de un hermoso y alegre niño, comprendiendo los dos que

no existe amor, ni amistad, ni simpatía entre ellos. En lo que depende de mí me

esfuerzo por vivir apaciblemente con él: le trato con una impecable cortesía, me

pliego a su conveniencia siempre que me parece razonable hacerlo, y le consulto con

un aire casi profesional sobre los asuntos domésticos, condescendiendo con su placer

y juicio, incluso cuando sé que este último es inferior al mío.

En cuanto a él, durante la primera o dos primeras semanas estuvo displicente y

algo malhumorado, supongo que por la partida de su querida Annabella, y

especialmente desagradable conmigo: todo lo que yo hacía estaba mal; era insensible,

dura, insensata; mi rostro huraño y pálido era repulsivo; mi voz le hacía temblar; no

sabía cómo podría pasar todo el invierno conmigo; yo le habría cortado en pedacitos.

Propuse de nuevo una separación, pero no sirvió de nada: no quería ser objeto de las

habladurías del vecindario; no estaba dispuesto a que dijeran que era tan bruto que su

esposa no podía vivir con él; no, debía hacer lo posible por soportarme.

—Querrás decir que debo esforzarme por soportarte yo —dije—, porque mientras

desempeñe mis funciones de administradora y ama de casa tan bien y

concienzudamente, sin recompensa ni agradecimiento, no serás capaz de deshacerte

de mí. Por tanto, me eximiré de estos deberes cuando mi cautiverio se vuelva

intolerable.

Esta amenaza, pensé, serviría para mantenerle a raya, si es que algo podía hacerlo.

Creo que se llevó una gran desilusión al comprobar que yo no acusaba de manera

visible sus frases ofensivas porque cuando decía algo especialmente calculado para

herir mis sentimientos, me miraba a la cara escrutadoramente, y luego gruñía contra

mi «marmóreo corazón», o mi «insensibilidad salvaje». Si yo hubiera llorado

amargamente y lamentado la pérdida de su afecto, quizá él habría condescendido a

compadecerse de mí y me habría otorgado su favor durante un tiempo, sólo para

suavizar su soledad y consolarse por la ausencia de su amada Annabella, hasta que

pudiera verla de nuevo, o encontrar una sustituta más adecuada. ¡Gracias a Dios, no

soy débil hasta ese punto! Antes me había cegado un cariño estúpido, fatuo, que se

apegaba a él a pesar de su indignidad, pero ahora había desaparecido del todo...

completamente demolido y marchitado; y esto tenía que agradecérselo sólo a él y a

sus vicios.

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora