CAPÍTULO XLVI. CONSEJOS AMISTOSOS

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A veces me sentía fuertemente tentado de revelar a madre y a mi hermana el

verdadero carácter y las circunstancias reales de la acosada inquilina de Wildfell Hall,

al principio lamenté haberme olvidado de pedirle a la dama permiso para hacerlo;

pero, después de reflexionar debidamente, me di cuenta de que si ellas los

conocieran, no sería por mucho tiempo un secreto para los Millwards y los Wilsor y

es tal mi opinión sobre el carácter de Eliza Millward que, si alguna vez llegara a

conocer la clave de la historia, me temo que encontraría la forma de revelarle al señor

Huntingdon el lugar del refugio de su esposa. Por tanto debía esperar pacientemente a

que pasaran estos seis meses, y luego, cuando la fugitiva hubiera encontrado otro

hogar, y se me permitiera escribirle, le rogaría que me dejara limpiar su nombre de

estas mezquinas calumnias; de momento tenía que contentarme con la simple

afirmación de que sabía que eran falsas, y que lo probaría algún día, para vergüenza

de aquellos que la calumniaban. No creo que me creyera nadie, pero todo el mundo

aprendió en seguida a evitar pronunciar una palabra en contra de ella, o incluso

mencionar su nombre en presencia mía. Me creían tan trastornado por las seducciones

de aquella infeliz mujer que estaba decidido a defenderla contra toda lógica;

entretanto me volví cada vez más malhumorado y misántropo por culpa de la idea de

que todos los que me encontraba ocultaban pensamientos indignos sobre la supuesta

señora Graham y que los expresarían si se atrevieran. Mi pobre madre estaba muy

preocupada por mí; pero yo no podía evitarlo o por lo menos creía que no podía,

aunque a veces sentía remordimientos por mi irrespetuosa conducta hacia ella y hacía

un esfuerzo por corregirme, logrando mi objetivo sólo parcialmente; la verdad es que

yo era más humano en mi trato con ella que con ninguna otra persona, a excepción

del señor Lawrence. Rose y Fergus rehuían mi presencia; y era mejor así, pues yo no

era una compañía apropiada para ellos, ni ellos para mí, en las circunstancias

presentes.

La señora Huntingdon no dejó Wildfell Hall hasta unos dos meses después de

nuestra última entrevista. En todo ese tiempo nunca apareció por la iglesia, y yo

nunca me acerqué a la casa. Únicamente sabía que ella estaba todavía allí por las

breves contestaciones de su hermano a las muchas y variadas preguntas que le hacía

sobre ella. Fui un visitante asiduo y atento de su casa mientras duró su enfermedad y

convalecencia; no sólo por el interés que tenía en su recuperación y mi deseo de

animarle y hacer méritos que compensaran mi anterior «brutalidad», sino por mi

afecto creciente por él y el placer cada vez mayor que me proporcionaba su

compañía, en parte debido a su mayor cordialidad hacia mí, pero fundamentalmente

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora