CAPÍTULO XXVIII. SENTIMIENTOS PATERNALES

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25 de diciembre. — En la Navidad del año pasado yo era una novia con el

corazón rebosante de felicidad y llena de ardientes esperanzas respecto al futuro,

aunque no exentas de temores. Ahora soy una esposa: mi felicidad no se ha

desmoronado, pero es moderada; mis esperanzas han disminuido, pero no

desaparecido; mis temores han aumentado, pero no se han confirmado todavía del

todo; y, gracias a Dios, soy madre además. Dios me ha enviado un alma para que la

eduque para el Cielo y me ha concedido una nueva felicidad más serena, y esperanzas

más firmes como consuelo.

Pero parece como si detrás de la esperanza siempre tuviera que agazaparse el

miedo, y cuando aprieto a mi adorado pequeño contra mi pecho, cuando velo su

sueño con indescriptible deleite y un mundo de esperanza anida en mi corazón,

siempre rondan por ahí uno o dos pensamientos dispuestos a poner freno a mi gozo;

uno: me lo pueden arrebatar; otro: puede acabar maldiciendo su propia existencia. En

el primer caso, tengo este consuelo: el brote, aunque arrancado, no se marchitaría,

sólo sería trasplantado a un terreno más adecuado para que él madurara y creciera

bajo un sol más luminoso; y aunque en este caso yo no podría presenciar y alentar el

despliegue del intelecto de mi hijo, al menos éste sería arrancado de las garras del

sufrimiento y los pecados de la tierra, y mi visión del mundo me dice que esto no

sería un gran daño; pero mi corazón se encoge sólo de imaginar esta posibilidad y me

susurra que no podría soportar verle morir, y renunciar en favor de una tumba fría y

cruel a esta forma tan acariciada, cálida de vida frágil —carne de mi carne y altar de

esa llama pura que sería la dulce tarea de mi vida mantener inmaculada y a salvo del

mundo—, e implora ardientemente que el Cielo le permita seguir siendo mi consuelo

y mi alegría y me deje a mí ser su escudo, su instructora, su amiga, para guiarle por el

peligroso camino de la juventud y prepararle para ser el servidor de Dios mientras

esté en la tierra y un santo bendecido y honrado cuando esté en el Cielo. Pero en el

caso del segundo pensamiento, si ha de vivir para decepcionar mis esperanzas y

frustrar todos mis esfuerzos —para convertirse en un esclavo del pecado, una víctima

del vicio y la desgracia, una maldición para otros y para sí mismo—. ¡Padre Eterno,

si Tú has previsto semejante vida para él, llévatelo de mi lado ahora mismo por

grande que sea mi angustia, y arráncalo de mi pecho para acogerlo en el Tuyo ahora

que es todavía un corderillo sin mancha ni malicia!

¡Mi pequeño Arthur! Duermes en tu sueño inconsciente y dulce, diminuto

epítome de tu padre, pero aún sin mancha como esa nieve limpia que ha caído del

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora