CAPÍTULO XXXVII. OTRA VEZ EL VECINO

414 39 0
                                    

20 de diciembre de 1825. — Ha transcurrido otro año; estoy cansada de esta vida.

Sin embargo, no puedo desear abandonarla: cualesquiera que sean las aflicciones que

aquí me asalten, no puedo desear marcharme y dejar solo a mi pequeño en este

mundo oscuro y mezquino, sin un amigo que le guíe a través de sus tediosos

laberintos, que le advierta de sus mil trampas y le ponga en guardia contra los

peligros que le acechan por todas partes. Sé que no estoy en la disposición Adecuada

para ser su única compañera, pero no hay otra que pueda ocupar mi lugar. Soy

demasiado seria para contribuir a su entretenimiento y tomar parte en sus juegos

infantiles tal como una madre o una niñera deberían hacer, y a menudo sus estallidos

de júbilo me inquietan y alarman; veo en ellos el espíritu y el carácter de su padre y

me estremecen las consecuencias; demasiado a menudo apago la inocente alegría que

debería compartir. Ese padre, por el contrario, no lleva el peso de la tristeza sobre su

espíritu, no es turbado por temores o escrúpulos referentes al futuro bienestar de su

hijo y por las noches especialmente, que es cuando el niño le ve más y más a menudo,

él se muestra particularmente jovial y franco: dispuesto a reírse y bromear con

cualquier cosa o con cualquier persona —menos yo— y estoy particularmente

silenciosa y triste; por tanto, naturalmente, el niño está chiflado por su aparentemente

alegre, entretenido y siempre indulgente papá, y cambia en cualquier momento de

buena gana mi compañía por la suya. Esto me inquieta mucho: no tanto por el afecto

de mi hijo (aunque lo valoro extraordinariamente y siento que es mi derecho, y sé que

he hecho mucho por ganarlo) como por esa influencia sobre él que por su propio bien

lucharía por lograr y retener, y la cual su padre se complace por puro rencor en

robarme; por simple egoísmo desidioso, él goza conquistándola, sirviéndose de ella

nada más que para atormentarme y echar a perder al niño. Mi único consuelo es que,

comparativamente, pasa poco tiempo en casa, y, durante los meses que permanece en

Londres o cualquier otro sitio, tengo la oportunidad de recuperar el terreno perdido,

sojuzgando con el bien el mal que él ha forjado con su premeditada indisciplina. Mas

luego es una amarga experiencia ver cómo, a su vuelta, hace todo lo posible por echar

por tierra mi labor y transformar a mi inocente, afectuoso, dócil pequeño en un niño

egoísta, desobediente y malicioso; de esta manera prepara el terreno para esos vicios

que con tanto éxito ha cultivado en su pervertida naturaleza.

Afortunadamente, ninguno de los «amigos» de Arthur fue invitado a venir a

Grassdale el pasado otoño: en vez de ello, se marchó él a visitar a algunos. Quisiera

que hiciera siempre lo mismo, y me gustaría que sus amigos fueran lo

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora