CAPÍTULO XLIV. EL RETIRO

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24 de octubre. — ¡Gracias a Dios, por fin estoy libre y a salvo! Nos levantamos

temprano, nos vestimos con rapidez y en silencio, bajamos al vestíbulo lenta y

furtivamente. Allí nos esperaba Benson con una luz, dispuesto a abrirnos la puerta y

cerrarla detrás de nosotros. Nos vimos obligadas a permitir que un hombre conociera

nuestro secreto, a causa de las cajas, etc. Todos los criados están de sobra

familiarizados con la conducta de su amo, y Benson o John hubieran estado

dispuestos a ayudarme, pero como el primero era el de más edad y el más juicioso, y

además un compinche de Rachel, le indiqué a ella naturalmente que lo eligiera como

ayudante y confidente en esta ocasión, en la medida que fuera necesario. Sólo espero

que no le traiga complicaciones, y me gustaría poder recompensarle por el peligroso

servicio que no dudó en hacer. Deslicé dos guineas en su mano como recuerdo,

mientras estaba en el vano de la puerta, levantando la vela para iluminar nuestra

partida, con una lágrima en sus honestos ojos grises y un montón de buenos deseos en

su solemne semblante. ¡Ay!, no podía ofrecer más: apenas me quedaba dinero

suficiente para los gastos del viaje.

¡Qué estremecida alegría cuando el portillo se cerró cuando salimos del parque!

Luego, durante un momento, me detuve, para aspirar una bocanada de aquel aire

fresco, tonificante, y aventuré una mirada a la casa. Todo estaba a oscuras y en

silencio; no brillaba ninguna luz en las ventanas; ninguna espiral de humo oscurecía

las estrellas que resplandecían por encima de ella en el firmamento helado. Al

despedirme para siempre de aquel lugar, el escenario de tanta transgresión y tanto

sufrimiento, me alegré de no haberlo dejado antes, porque ahora no me quedaba duda

sobre la propiedad de un paso semejante, ni sombra de remordimiento por aquel a

quien dejaba: nada perturbaba mi alegría salvo el temor a ser descubierta; y cada paso

nos alejaba más de esa posibilidad.

Habíamos dejado Grassdale muchos kilómetros atrás cuando el sol, redondo y

rojo, se alzó para saludar nuestra liberación, y si cualquier habitante de su vecindad

tuvo la oportunidad de vernos entonces, mientras dábamos tumbos sentados en el

coche, dudo de que sospechara nuestra identidad. Como pretendía pasar por una

viuda creí aconsejable entrar en mi nueva residencia vestida de luto: así que iba

ataviada con un sencillo vestido de seda negro y cubierta por un velo también negro

(que me cuidé de que me cubriera la cara durante los primeros treinta o cuarenta

kilómetros del viaje), y un sombrero negro de seda que no tuve más remedio que

pedirle prestado a Rachel, ya que yo no disponía de una prenda semejante; no era de

última moda, pero no podía quejarme teniendo en cuenta las circunstancias. Arthur

iba vestido con su ropa más sencilla y envuelto en una rústica manta de lana; Rachel

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora