CAPÍTULO XXX. ESCENAS DOMÉSTICAS

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A la mañana siguiente yo misma recibí algunas líneas de él, que confirmaban las

insinuaciones de Hargrave sobre su pronto regreso. Y llegó la semana siguiente, pero

en unas condiciones físicas y mentales peores que antes. Sin embargo, esta vez no

tenía intención de pasar por alto su abandono sin hacer alguna observación: no me

pareció adecuado. Mas el primer día él estaba cansado del viaje y yo contenta por

tenerle de nuevo conmigo: no le reprendería entonces; esperaría a mañana. A la

mañana siguiente él seguía cansado; esperaría un poco más. Pero a la hora de cenar,

cuando, después de haber desayunado a las doce una botella de agua carbónica y una

taza de café bien cargada, de haber almorzado a las dos con otra botella de agua

carbónica mezclada con brandy, empezó a sacarle defectos a todo lo que había sobre

la mesa, afirmando que debíamos cambiar de cocinera, pensé que había llegado el

momento.

—Es la misma cocinera que teníamos antes de que te fueras, Arthur —dije—.

Entonces, estabas muy satisfecho en general con ella.

—Pues entonces es que has dejado que se descuidara mientras he estado fuera.

¡Comer esta asquerosa porquería es suficiente para envenenarle a uno! —Apartó con

expresión caprichosa el plato que tenía delante y se dejó caer desesperado sobre el

respaldo de su silla.

—Creo que eres tú el que ha cambiado, no ella —dije, con la máxima suavidad,

porque no quería irritarle.

—Puede —respondió con aire indiferente, al mismo tiempo que cogía un vaso

lleno de vino mezclado con agua; cuando se lo hubo bebido añadió—: ¡porque tengo

un fuego infernal en mis venas que toda el agua del océano no puede apagar!

«¿Qué lo prendió?», estuve a punto de preguntar, pero en ese momento entró el

mayordomo y comenzó a retirar las cosas.

—Dese prisa, Benson; ¡termine cuanto antes con ese ruido infernal! —gritó su

señor—. ¡Y no traiga el queso, a menos que quiera que enferme de verdad!

Benson, algo sorprendido, se llevó el queso y se esforzó por quitar todo lo demás

lo más deprisa y silenciosamente posible; pero, por desgracia, había una arruga en la

alfombra, causada por el súbito retroceso de la silla de su señor, con la que tropezó,

originando una alarmante conmoción en la bandeja llena de loza que llevaba en las

manos, aunque ningún daño real, salvo la caída y la rotura de una salsera; pero, para

mi indecible vergüenza y consternación, Arthur se volvió furioso hacia él y le maldijo

con una vulgaridad brutal. El pobre hombre palideció y temblaba visiblemente

cuando se inclinó a recoger los pedazos rotos.

—No ha sido culpa suya, Arthur —dije—. Tropezó con la alfombra; además, no

ha pasado nada grave. No se preocupe por los pedazos ahora, Benson, puede

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora