CAPÍTULO XXII. RASGOS DE AMISTAD

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5 de octubre. — El dulce líquido de mi copa no es puro: está rociado con un

amargor que no puedo ocultarme ni disimular como quisiera. Puedo tratar de

convencerme de que la dulzura predomina; puedo llamar a esas gotas amargas un

aromático sabor; pero aunque diga lo que quiera, están ahí todavía y no tengo más

remedio que beberlas. No puedo cerrar los ojos ante los defectos de Arthur y cuanto

más le amo más me preocupan. Su mismo corazón, en el que tanto confío, es, me

temo, menos tierno y generoso de lo que pensaba. Al menos, hoy me ha dado una

prueba de su carácter que parecía merecer un nombre más duro que el de

desconsideración. Él y lord Lowborough nos acompañaban a Annabella y a mí en un

largo, delicioso paseo a caballo; él iba a mi lado, como de costumbre, y Annabella y

lord Lowborough iban un poco más adelantados, este último inclinándose sobre su

compañera como si los dos sostuvieran una conversación tierna y confidencial.

—Estos dos nos tomarán la delantera, Helen, si no vamos con cuidado —observó

Huntingdon—. Acabarán casándose, no cabe duda. Ese Lowborough está bastante

colado. Pero sospecho que se encontrará en un aprieto cuando la consiga.

—Y ella se encontrará en un aprieto cuando lo consiga a él —dije—, si es verdad

lo que he oído.

—Ni hablar. Ella sabe muy bien lo que se trae entre manos; en cambio él, pobre

loco, se engaña a sí mismo con la idea de que será una buena esposa para él. Como

ella le ha engatusado con alguna baladronada sobre la poca importancia que tienen el

rango y la riqueza en los asuntos del amor y el matrimonio, cree que siente una gran

predilección por él, que no lo rechazará por su pobreza y que no lo corteja por su

linaje, sino que lo ama por ser como es.

—Pero ¿no está él cortejándola por su fortuna?

—No, no; eso fue lo primero que le interesó, desde luego; pero ahora se ha

olvidado por completo de ello: no entra nunca dentro de sus cálculos, salvo

simplemente como un dato importante sin el cual, por el propio bien de la dama, no

podría pensar en casarse con ella. No; está muy enamorado. Creyó que no podría

ocurrirle, pero le ha ocurrido una vez más. Estuvo a punto de casarse antes, hace dos

o tres años, pero se quedó sin prometida al perder su fortuna. En Londres adquirió

una mala costumbre: tenía una desgraciada pasión por el juego, y desde luego el tipo

había nacido con mala estrella, porque por cada vez que ganaba perdía otras tres. Es

un modo de atormentarse que nunca me ha gustado mucho. Cuando gasto mi dinero

me gusta disfrutar de todo su valor: no me divierte malgastarlo con ladrones y

fulleros; y en cuanto a ganar dinero, hasta ahora, siempre he tenido suficiente; es

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora