CAPÍTULO XXIX. EL VECINO

340 42 0
                                    

25 de diciembre de 1823. — Otro año ha quedado atrás.

Mi pequeño Arthur crece y se desarrolla. Es sano pero no robusto, lleno de

vivacidad, dulce y juguetón, y ya afectuoso, emocionable e irritable, aunque pasará

mucho tiempo antes de que pueda encontrar palabras para expresarlo. Por lo menos

se ha ganado el corazón de su padre; y ahora mi terror constante es que no se estropee

con la indulgencia imprudente de ese padre. Pero también debo prevenirme contra mi

propia debilidad porque nunca supe hasta ahora lo fuertes que son las tentaciones de

los padres de echar a perder a un hijo único.

Tengo necesidad del consuelo de mi hijo, porque (a este papel silencioso puedo

confesárselo) en mi marido poco he encontrado. Le amo todavía, y él me ama a su

manera, pero ¡oh, qué diferente del amor que podría haber dado y del que había

esperado recibir una vez! Qué pocas afinidades reales existen entre los dos. ¡Cuántos

pensamientos y sentimientos quedan tristemente enclaustrados dentro de mi alma!

¡Cuánto de mi yo más elevado y mejor sigue aún sin estar casado... condenado a

endurecerse y agriarse en la oscura sombra de la soledad, o a degenerarse y

marchitarse por falta de alimento en este malsano suelo! Pero, repito, no tengo

derecho a quejarme; sólo permítaseme consignar la verdad —parte de la verdad, al

menos— y ver de ahora en adelante si algunas verdades más sombrías emborronan

estas páginas. Llevamos dos años juntos: el «romance» debe haberse marchitado del

todo. Tengo la seguridad de que el afecto de Arthur ha descendido al escalón más

bajo y de que he descubierto todos los males de su naturaleza; si ha de haber algún

cambio, tendrá que ser para mejor, en cuanto nos acostumbremos el uno al otro: estoy

segura de que no podemos caer más bajo. Y, si lo hacemos, podré llevarlo bien... tan

bien, por lo menos, como hasta ahora.

Arthur no es lo que se llama comúnmente un hombre malo: tiene muchas

cualidades; pero es un hombre que carece de control de sí mismo o aspiraciones

elevadas, un amante del placer, entregado a los goces animales; no es un mal marido,

pero sus ideas sobre los deberes y ventajas del matrimonio no son las mías. A juzgar

por las apariencias, su idea de una esposa es la de una cosa que le ama a uno

devotamente sin salir de casa, que vela por su marido, le entretiene y procura su

bienestar en todo momento, mientras él decide permanecer con ella; y que cuando él

está ausente, se ocupa de sus intereses, domésticos y de otro tipo, y espera su regreso,

sin importarle aquello en lo que él puede estar ocupado entretanto.

Al comienzo de la primavera, anunció su intención de ir a Londres: sus asuntos

allí solicitaban su atención y su presencia, dijo, y no podían demorarse por más

tiempo. Expresó su pena por tener que dejarme sola, pero esperaba que me

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora