CAPÍTULO XXXVIII. EL HOMBRE HERIDO

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20 diciembre de 1826. — El quinto aniversario de mi boda y, confío, el último

que paso bajo este techo. Mi resolución es firme, mi plan está trazado y parcialmente

ejecutado ya. Mi conciencia está tranquila, pero mientras mi proyecto madura,

permítaseme entretener estas largas veladas de invierno exponiendo el caso para mi

propia satisfacción... un entretenimiento bastante triste, pero al tener el aire de una

ocupación útil, y al proseguirse como una tarea, me sentará mejor que otro más

ligero.

En septiembre el apacible Grassdale se animó de nuevo con una reunión de (así

llamados) damas y caballeros, los mismos individuos que habían sido invitados hace

dos años, con la adición de dos o tres más, entre los que estaban la señora Hargrave y

su hija menor. Los caballeros y lady Lowborough fueron invitados por el placer y la

conveniencia del anfitrión, las otras damas supongo que por razón de las apariencias,

y para mantenerme a raya y obligarme a ser discreta y cortés en mi conducta. Pero las

damas estuvieron sólo tres semanas y los caballeros, con dos excepciones, más de dos

meses, pues el dueño de la casa se mostraba reacio a deshacerse de ellos y quedarse

solo con su brillante intelecto, su inmaculada conciencia y su amada y amorosa

esposa.

El día que llegó lady Lowborough, la acompañé hasta su alcoba y le dije

claramente que si llegaba a tener razones para creer que todavía continuaba su ilícita

relación con el señor Huntingdon, creería mi ineludible deber informar a su marido

del hecho, o al menos despertar sus sospechas, por muy doloroso que fuera hacerlo y

por terribles que fueran las consecuencias. Ella al principio se quedó sorprendida por

la declaración, tan inesperada y tan decidida y serenamente expresada; pero se

recuperó de inmediato y repuso alegremente que sí yo veía algo reprensible o

sospechoso en su conducta, no me pondría ninguna traba para que fuera a contárselo

a su señoría. Con el deseo de contentarme con esto, la dejé; y ciertamente desde

entonces no vi nada reprensible o sospechoso en su comportamiento con su anfitrión,

aunque yo tenía otros invitados a los que atender y no los vigilé de cerca... porque, a

decir verdad, temía ver algo entre ellos. Ya no lo consideraba algo de interés, pero era

mi deber poner al corriente a lord Lowborough, un penoso deber, y me horrorizaba

verme obligada a cumplirlo.

Pero mis temores se acabaron de una manera que no había previsto.

Aproximadamente quince días después de la llegada de nuestros invitados, me había

retirado a la biblioteca cuando el día tocaba a su fin para tomarme unos minutos de

descanso de la forzada jovialidad y la conversación agotadora (porque después de un

LA INQUILINA DE WILDFELL HALLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora