Aquel día fue lluvioso, como el anterior; al atardecer el cielo comenzó a aclararse
y la mañana siguiente se presentó agradable y prometedora. Yo estaba en la colina
con los segadores. Un viento ligero rozaba el trigo; toda la naturaleza parecía
regocijarse con la luz del sol. La alondra volaba alborozada entre las nubes plateadas
que flotaban. La última lluvia caída había refrescado y aclarado el aire tan
dulcemente, y limpiado el cielo, y dejado unas gemas tan relucientes sobre las ramas
y las hojas, que ni siquiera los granjeros se atrevían a maldecirla. Pero ningún rayo de
luz podía alcanzar mi corazón, ninguna brisa podía refrescarlo; nada podía llenar el
vacío que mi alegría, mi fe y mi esperanza en Helen Graham habían dejado, o
ahuyentar los recuerdos sombríos y los posos amargos del amor todavía vivo que lo
oprimía.
Estaba con la camisa remangada, contemplando, abstraído, la curva ondulante del
trigo todavía no importunado por los segadores, cuando algo me tiró suavemente de
los faldones y una vocecita, que no era ya agradable a mis oídos, me despertó con
estas sorprendentes palabras:
—Señor Markham, mamá desea verle.
—¿Quiere verme, Arthur?
—Sí. ¿Por qué se sorprende tanto? —dijo medio riéndose, medio asustado ante el
inesperado aspecto de mi rostro al volverse repentinamente hacia él—. Y ¿por qué
hace tanto tiempo que no le vemos? ¡Venga...! ¿No quiere venir?
—Estoy ocupado ahora —respondí, sin saber muy bien qué decir.
Me miró con un aturdimiento infantil; pero antes de que yo pudiera hablar de
nuevo, la dama se encontraba a mi lado.
—¡Gilbert, tengo que hablar con usted! —dijo en un tono de vehemencia
reprimida.
Miré sus pálidas mejillas y sus ojos luminosos, pero no contesté.
—Es sólo un momento —me rogó ella—. Acérquese a este sembrado. —Echó un
vistazo a los segadores, algunos de los cuales le estaban dirigiendo miradas de
impertinente curiosidad—. Sólo le entretendré un minuto.
Atravesé con ella el barranco.
—Arthur, querido, corre y ve a mirar aquellos jacintos —dijo señalando unos que
brillaban a cierta distancia, bajo la cerca a lo largo de la cual caminábamos.
El niño dudó, como si no quisiera separarse de mi lado.
—Ve, cariño —repitió ella, con más apremio, en un tono que aunque no era duro
exigía una puntual obediencia, y la consiguió.
—¿Bien, señora Graham? —dije con serenidad y calma, pues, aunque la vi triste
y la compadecí, me agradaba que estuviera en mi poder atormentarla.
Ella fijó los ojos en mí con una mirada que me llegó al corazón; y, sin embargo,
me hizo sonreír.
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LA INQUILINA DE WILDFELL HALL
DiversosTras muchos años de abandono, la destartalada y ruinosa mansión de Wildfell Hall es habitada de nuevo por una misteriosa mujer y su hijo de corta edad. La nueva inquilina -una viuda, al parecer- no tarda, con su carácter retraído y poco sociable, su...