Arabella: Otro día en el paraíso.

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Me he levantado como cada mañana bajo la atenta mirada de mi madre, su obsesión por mi imagen y todo lo que me rodea me acabará matando. Me he sentido como un fantasma cuando me he levantado de la cama, vacía y extraña, y todo ha empeorado cuando he contemplado con parsimonia mi armario. Básicamente consta de camisas color pastel, polos, faldas plisadas y algunos vestidos cursis, y ya no hablemos de los mocasines. Mi madre se empeña en que tengo que cuidar mi imagen, además de todo esto, mis días parecen estar planeados a la perfección por su manto protector. Me ducho, después me visto y más tarde desayunamos como la familia ''feliz y unida'' que somos, todo esto bajo un silencio sepulcral que solo es interrumpido por el sonido de la cubertería. Después tengo que ir a clases de piano y luego de mandarín, más tarde cuando llegue a casa me rebanaré los sesos con las solicitudes que mi madre escribe por mí para la universidad. Tengo veinte años recién cumplidos, debería de estar en la universidad desde hace dos, en cambio ninguno de los dos años me aceptaron en la única universidad en la que imparten derecho cerca de casa. Evidentemente me gustaría irme lo más lejos posible, pero eso sería imposible ya que ni por asomo me lo permitirían. Así ha sido mi vida durante los dos últimos años, al menos para mi familia, detrás de eso hay mucho más. Pero ellos no lo saben, y no podrían saberlo nunca.

-Buenos días cariño -me saluda mi madre cuando entro al comedor.

Mi padre está sentado leyendo el periódico, ni siquiera levanta la vista para decirme algo. Al igual que mi hermano, está ahí plantado enviando mensajes con el móvil. ¿Cómo puede tener alguien con quien hablar a las ocho de la mañana? Supongo que será su novia, una chica que conoció en la iglesia y con la que mi madre está encantada. A mi madre le encantaría que siguiese sus pasos, que encontrase algún chico en la iglesia de buena familia que me hiciese cambiar de opinión sobre mis estudios, así podría casarme y dedicar el resto de mi vida a ser una mujer florero como lo es ella. Dedicar mi vida a controlar a los demás, a ir a la peluquería y pasar más tiempo de lo normal pensando si debería de ponerme las uñas color rosa pastel o beige.

Pero entro toda sonriente, ni siquiera me inmuto cuando me fijo en que en mi plato no hay tanta comida como en el de mi hermano o mi padre, tampoco cuando veo la mirada pérdida de mi madre porque probablemente se habrá pasado con los antidepresivos. Sin embargo no puedo evitar contemplarla, tiene los mismos ojos que yo, ojos castaños simples. Su pelo está hecho a la perfección, probablemente ayer pasó el día en la peluquería. Unos mechones de pelo rubio platino con mechas color mantequilla le caen por la espalda. Siempre me he querido teñir el pelo, pero tengo que conformarme con este castaño aburrido porque mi madre no quiere que me lo estropeé.

-Me voy -aviso levantándome y haciendo que mi madre ponga toda su atención en mí.

A veces me doy cuenta de que soy como su experimento perfecto. Un robot que ha creado en su laboratorio de chicas perfectas cristianas.

-Son solo las ocho y cuarto -me informa mientras señala su carísimo reloj.

Intento evitar poner los ojos en blanco, porque eso acabaría en una discusión que no voy a ganar, ni ganaré nunca.

-Lo sé, pero me gustaría ensayar antes de que empezase la clase...

Evidentemente es mentira, no pienso llegar a clase pronto, ni siquiera a la hora correcta. Este es el único momento del día en el que soy libre. Esa hora lejos de su mirada rapaz.

-Está bien, recuerda que tenemos que discutir sobre tu presentación en vídeo para la universidad. Verás como después de eso te aceptan.

Le dedico la sonrisa más falsa sobre la faz de la tierra y me atuso la falda, asegurándome que no hay ni una sola arruga. Le doy un beso en la mejilla, al igual que a mi hermano, a mi padre ni siquiera lo miro.

Salgo de casa y siento el frío colarse bajo mis leotardos, podría ponerme unos vaqueros, pero no son femeninos según mi madre, y en mí quedan horribles, según ella también.

Primero me siento en el coche, un monovolumen azul que me regalaron por mis dieciocho, cuando aún no tenía carnet. Pero mi madre tenía que ser la primera de todas las madres del barrio en tener una hija perfecta con carnet y un monovolumen precioso. Arranco y me alejo, no quiero que mi madre se asome por la ventana y vea lo que hago. Aparco unas casas más alejadas, a una distancia prudente. Saco el móvil y busco el número de Sven, es mi mejor amigo. Mi madre piensa que hace años dejé de quedar con él, porque Sven es gay y si hay algo que en mi casa está vetado es la homosexualidad, para ellos es un pecado abominable que hará que el mundo se acabe y todos veamos la ira de Dios o algo así. No los escucho cuando hablan de este tema porque siento que la sangre me hierve y que en cualquier momento podría estallar. La verdad es que mi madre es un poco más indulgente, sin embargo mi padre... Es otro tema. Al final pulso el botoncito verde y escucho el tono de llamada hasta que salta el contestador.

-Qué desastre -murmullo mientras tiro el móvil al bolso.

Tampoco es que me importe demasiado, pero íbamos a desayunar. Probablemente esté de resaca. Me gustaría poder salir de fiesta, pero el toque de queda en casa es a las ocho. Tengo veinte años y toque de queda, increíble pero cierto.

Estaciono en el aparcamiento de una gasolinera que hay junto a la playa, compro un paquete de tabaco y me encamino hacia mi banco favorito donde todo parece más lejano. Al sentarme me doy cuenta de que soy más infeliz que nunca y que no veo una salida posible para todo esto. Son incontable las veces que Sven me ha dicho que les deje las cosas claras a mis padres. Pero simplemente no puedo.

Cuando era más pequeña estaba obsesionada con mi madre, no podía estar lejos de ella, cuando salía de casa sin mí me sentía angustiada, nerviosa y hasta me daban ataques de ansiedad. Mi madre estaba encantada con ello, porque yo era como su muñeca, me había tenido con veinte años, tampoco hacía tantos años que jugaba a mamas y papas, supongo que nunca dejó de hacerlo.

Contemplo la playa mientras expulso el humo y me pregunto qué será de mi vida y si conseguiré alguna vez la libertad.



Me encuentro en mi cama, el día por fin ha terminado. Todo ha transcurrido con normalidad, siguiendo el horario de mi madre, y haciendo el maldito vídeo de presentación para la universidad. No sé si quiero ir a la universidad o simplemente lo que busco es la libertad que promete esta.

Por la tarde he ido a una hamburguesería donde también sirven batidos, había quedado con mi cita de Tinder, sí, Tinder... Es la única excusa que tengo para salir de casa de vez en cuando y tener algo de ''diversión''. Si mi madre lo supiese se volvería histérica y me enviaría a alguna especie de reformatorio para chicas cristianas que al final acaban convirtiéndose en monjas después del lavado de cerebro. El chico no se presentó y me descubrí a mí misma sintiéndome aliviada y a la vez triste. Aliviada porque hace tiempo que no disfruto con ese tipo de cosas, cuando un desconocido sudoroso se pone encima de mí en algún aparcamiento con olor a tabaco, pis y patatas fritas, no me siento bien, o al menos no de la manera en la que me gustaría. Siento que me falta algo, y lo peor de todo es que por algún extraño motivo no puedo dejar de pensar en una chica de pelo rojo que he visto en la hamburguesería.

En armonía |COMPLETO|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora