Ada: En repetición.

4.3K 260 0
                                    




El camino lejos de casa siempre es duro. Porque no paras de recordar todo aquello que ha hecho que te fueras lejos, las personas que no deseas ver más, el dolor que has acumulado durante años antes de que todo estallase, tus propias inseguridades que esperas se queden en tu lugar de origen, las mentiras, las idas y venidas... Y por supuesto, finalmente acabas pensando en lo más obvio, en las pocas o muchas cosas que dejas atrás que realmente echarás de menos. Y como con todo, siempre había una parte buena y otra mala. Porque si dejas pocas cosas atrás, o ninguna, no tienes miedo a subir al autobús, coche, avión o lo que sea que te lleve lejos. Sin embargo, si has vivido una vida acumulando buenos recuerdos y personas a las que quieres, te costará más, y cada kilómetro más lejos sentirás esa presión extraña en el pecho. Uno de mis múltiples problemas fue que yo no sabía a qué grupo de personas pertenecía, como siempre me encontraba perdida, y ni siquiera podía encasillarme a mí misma. Y en el momento en el que marché realmente necesitaba una etiqueta, una señal que me dijese si debía de estar triste o feliz, porque la verdad era que estaba completamente vacía, una cáscara a la deriva en el cielo. Y es que cuando yo marché lejos de mis orígenes no tenía alternativa, era aquello o la muerte, o peor; la privación de mi completa libertad. Y si había una sola cosa en el mundo a la que yo sabía jamás podría renunciar era mi libertad. Y lloré tanto... lloré en el baño del autobús, con los ojos encostrados en lágrimas, ahogada en mi propio llanto que debía resonar y avisar a todos los pasajeros de que había una persona muy triste entre los asientos. Lloré porque estaba locamente enamorada, y lloré porque me di cuenta de que nunca, jamás en la vida tendría la seguridad, la confianza de entregar mi corazón. Sí, decimos muchas veces en la vida expresiones así, que nos han roto el corazón, pero en aquel momento me di cuenta de que esa vez no era una expresión, era la realidad, porque ya no podía imaginarme sintiendo nada. Y lo que más me perturbaba era una pregunta, ¿qué pasaba con un corazón roto? Quedaban solo los sentidos, la razón... Y así me sentí en el autobús, como un robot, volatilizada, convertida en nada. Tiempo después cuando por fin pisé Italia me prometí una sola cosa, era la única regla que debía seguir, y era sencilla; no volver a enamorarme. Nunca jamás volver a entregar mi corazón, o al menos no a la ligera, no sin saber al cien por cien de que la persona a la que le estaba dando cada ápice de mí no me destruiría. Y ahora, después de tanto tiempo de la primera vez que llegué a este país, sentada bajo una carpa de un bar cerrado, fumándome el último cigarrillo, me doy cuenta de algo obvio. No puedo elegir a quién le doy mi corazón, porque este no atiende a razones, se va solo, no necesita que nadie lo desate, carece de cadenas, de cuerdas que lo controlen, y el pobre también carece de sentido. Y estaba convencida de que podía hacer como con los demás aspectos de mi vida, controlarlos. Porque la gente me ve como un desastre andante, la chica a la que nada le importa, que se apunta a un bombardeo, sí... Puede que parte de mí siempre sea así, un caos. Pero caos por elección, siempre una opción tomada libremente por mí. Y para mí eso es control, aunque elija el descontrol. Sin embargo el corazón y el amor habían estado fuera de la foto y el plan durante todos esos años... Y ahora... Mi corazón volvía a estar lejos, porque se lo había entregado a alguien que apenas conocía, de repente, mirando aquellos ojos castaños me había dado cuenta. Y ahora estoy sentada aquí, en silencio, intentado recomponerme, pero sin éxito, porque realmente no veo cómo seguir si ya no tengo el control. ¿La historia vuelve a repetirse?

En armonía |COMPLETO|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora