Capítulo 5 ▶ Moroccan y Tracy

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El martes pasado intercambié números con Nick, algo lógico desde que habíamos comenzado a frecuentarnos por toda la cuestión de las decoraciones para el baile, por ello no me sorprendí al recibir un mensaje suyo a la  01:34 p

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El martes pasado intercambié números con Nick, algo lógico desde que habíamos comenzado a frecuentarnos por toda la cuestión de las decoraciones para el baile, por ello no me sorprendí al recibir un mensaje suyo a la  01:34 p.m. del sábado.

Nick: ¿Nos reunimos hoy? No voy a poder mañana ni el resto de la semana.

Yo: Mmm... ok. Después de las cuatro.

Ethel Donelly se aclaró la garganta y yo me guardé el teléfono muy rápido en el bolsillo. Ella era una mujer alta y huesuda, con cara de cabra, cabello negro y ondulado. No dudaba de que se lo tiñera al igual que su esposo. Por la expresión de su rostro anguloso, daba la impresión de que acababa de chuparse un limón agrio. Era de pocas palabras, pero esa mirada calculadora y sus gestos adustos intimidaban más que el quejumbroso de Teddy.

No dijo nada, se limitó a deslizar sobre el mostrador la orden que tenía que llevar. Suspiré, cargué los mandados y sujeté la factura con la información del cliente.

—Ya vuelvo —anuncié.

Ethel entornó los ojos con fiereza.

—No demores —siseó.

¡Ah, qué belleza! Nuestras conversaciones eran una monada. Cuatro palabras, dos por cada una, cargadas de casi tantos sentimientos como el número de vacas voladoras que el hombre había conocido.

El letrero de SE SOLICITA REPARTIDOR seguía colgado fuera de la tienda, llevaba tanto tiempo allí que ya estaba maltratado y descolorido.

Guardé en el cajón trasero de la bici las compras del Capitán Whitaker, un hombre mayor que vivía solo en el vecindario, y me monté en el asiento, acomodando los pies sobre los pedales, para realizar la entrega.

Como cada vez que le llevé los mandados, el Capitán demoró una eternidad en llegar a la puerta y otro tanto en conseguir meter la llave en el agujero de la cerradura. Al pobre cada vez le temblaban más las manos.

—Buenas tardes, Capitán Whitaker.

—Saskia, niña, hola —me saludó, su voz enronquecida era obra de una adicción a los cigarrillos que, por lo que me había contado, le había costado mucho abandonar.

Me brindó una sonrisa temblorosa y yo le devolví el gesto.

—Aquí está su cuenta —dije antes de entregarle la factura—. ¿Puedo ganarme mi propina ayudándolo a acomodar la despensa?

En realidad, no lo hacía por la propina, me gustaba ayudarlo. Era triste saber que tenía cuatro hijos adultos que andaban por ahí sin tomarse la molestia de, al menos, llamarle para preguntar cómo estaba. Yo no podía imaginarme abandonando a su suerte a mi madre, y varias veces me pregunté si los hijos del Capitán pensaban lo mismo que yo cuando tenían mi edad. ¿Sería, acaso, que se nos endurecía el corazón con el paso del tiempo?, ¿qué los problemas cotidianos terminaban por volvernos ciegos a lo que realmente importaba? ¿O era cuestión de cada persona? No tenía la más mínima idea, pero esperaba ser capaz de abrazar con fuerza mis ideales y no perderlos en mi inevitable viaje a la adultez.

Contra dragones y quimerasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora