Capítulo 8 ▶ Por algo se dice mejores amigas

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Cada vez que mis encuentros con Taylor ocurrían me sentía de la misma manera: como una mafiosa de películas antiguas

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Cada vez que mis encuentros con Taylor ocurrían me sentía de la misma manera: como una mafiosa de películas antiguas. Solo me hacía falta la gabardina, el sombrero fedora y un puro en la boca para sentirme al completo como una especie de Al Capone. De acuerdo, era una exageración. Pero igual había un poco de adrenalina en mis venas, después de todo el hecho de que nuestro trato fuera justo no significaba que fuese también del todo legal. Ni Vera ni la señorita Dabney debían enterarse, y eso ya daba una idea al respecto.

Al menos todo este asunto llegaba a su fin ya. Hoy Taylor me daría mi última "paga" por cubrirla. Extrañaría esos dólares extra a la semana, para ser sincera. Era fácil acostumbrarse a ellos.

Taylor peinó su cabello negro lleno de ondas con sus dedos y lo acomodó detrás de sus orejas. Ella me miraba con fijeza mientras yo avanzaba hasta el bebedero donde me esperaba, como las veces pasadas.

—Hola, hola —canturreó con dulzura cuando la arribé. Ojos de un cristalino azul, enmarcados por largas pestañas rizadas, me escrutaron de pies a cabeza. Sin embargo, los labios llenos y rosados que se fruncían en una mueca involuntaria delataron su falsa alegría.

Mi ceño hizo acto de presencia por la forma en la que ella parecía estar evaluándome. Sin duda ante sus ojos mi apariencia no ganaba muchos puntos a favor. Bueno, hoy se libraba de mí, ya no le sería de utilidad, así que tal vez ya se sentía libre para ser mala conmigo. Grandioso.

Me crucé de brazos y levanté la barbilla con dignidad. Quizá mi cabello, de un tono rubio oscuro, estuviera algo opaco en comparación con el brillante negro del de ella... y mis pechos eran mucho más pequeños que los melones que guardaba su sujetador... y sin duda la gente no consideraba tan impresionantes mis ojos marrones junto a los azules que ella poseía. Vamos, tal vez incluso a mis dientes les hicieran falta un poquito de ortodoncia para ser perfectos, y a mí más empeño en mi arreglo personal (¡oye!, mi prioridad era dormir al menos seis o siete horas diario, no lucir como un ángel de Victoria Secret para ir a la escuela), pero tenía una nariz pequeña y bonita que no se veía nada mal en mi rostro alargado, como el de mi madre. Y mis labios eran de un buen tamaño, uno normal, yo no me atrevería a llamarlos feos.

Si Taylor decía algo grosero sobre mi apariencia, yo no iba a ponerme a llorar y darle la razón.

—¿Tengo monos en la cara? —inquirí y me pasé la mano por el rostro para que ella dejara de verme con tanta fijeza.

—Ah, no, no. —Sonrió—. Aquí está el dinero, toma.

Abrió su monedero de color rosa chillón, con forma de lápiz labial, y sacó los billetes. Enseguida el dinero pasó a mis manos.

—Entonces aquí termina nuestro trato —indiqué con una mueca y me rasqué un lado de la cabeza—. Ni la señorita Dabney ni Vera se enteraron, ni se enterarán, de nuestro arreglo.

—¡Perfecto!

Ella hizo la cosa de unir sus manos al frente y aplaudir suavemente mientras asentía, como las princesas de las caricaturas.

Contra dragones y quimerasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora