La calefacción se había roto, y por ende hacía un frío de los mil demonios, pero eso a mí no me afectaba. No soy friolento.
Ella llegó y se sentó donde siempre con un libro distinto al de la última vez. Esta vez llegué a contar tres camperas más que de costumbre sobre su sudadera púrpura y hasta tenía un gorro de lana encima.
Cada tanto la veía abrazarse a sí misma mientras leía. Se frotaba los brazos; era obvio que se moría del frío.
Entonces me dije: "es hora de ser hombre."
Me levanté y puse sobre sus hombros mi propio abrigo (que por dentro estaba forrado con piel de oveja), levantó la cabeza de sopetón y me miró sin entender. Antes de que pudiera decir algo sonreí y huí del lugar... Como un cobarde.
Pero no me fui, de hecho me escondí detrás de unos estantes y cada tanto me asomaba a ver qué hacía: nada. Seguía leyendo, pero pude ver que ya no sentía frío, lo que me puso contento.
Al cabo de un rato, ella recogió sus cosas y se fue.
Había dejado mi abrigo en el respaldar de la silla.
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La biblioteca de las almas solitarias (PB.1)
ContoYo siempre voy a la biblioteca. No soy nada estudioso ni mucho menos un ávido lector, sólo voy para matar el tiempo. En la biblioteca suelo sentarme con algún libro en mano que finjo leer y a veces me duermo. La biblioteca era soli...