Capítulo 4

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El silencio denso y espeso se apoderó del ambiente desde el instante en el que volvimos a nuestro apartamento luego de clases.

Ya había pasado una tarde y una noche desde que los vimos y todavía estábamos impactadas. En nuestras mentes no había una solución a nuestro estado. Queríamos saber sus nombres, sus momentos libres, sus gustos, e incluso, queríamos saber sus estados civiles; ¿solteros?, ¿casados?, ¿el famoso «es algo complicado»?

Lastimosamente, desde el momento en el que los vimos en las canchas de béisbol, no volvimos a verlos en ningún otro lugar dentro de la universidad o sus alrededores. Y, de cierta forma, eso nos estaba matando por la curiosidad.

Todo ese tiempo, no hacía nada más que mirar a mi mejor amiga con el rostro lleno de angustia. Ella y yo nos encontrábamos muy preocupadas, sin siquiera admitir lo que pensábamos en voz alta. Nunca, jamás, alguien nos había impacto de esa manera y ¡vaya que habíamos tenido tipos demasiado guapos detrás de nuestros cuerpos!, pero ellos..., ellos eran impactantes para cada una de nosotras.

La presencia de ellos era como haber salido de una burbuja de cristal en la que nos habíamos encontrado por mucho tiempo. Lo desconocido, en pocas palabras. Desde que los vimos por primera vez, todo comenzaba a verse lento, competitivo y, a la vez, obsesivo, muy obsesivo. En mi mente no dejaba de rondar la imagen de aquel chico con perfectos músculos que se contraían gracias al movimiento que estaba ejerciendo sobre ellos. O su sonrisa de victoria o, incluso, su trasero redondito bajo una simple tela deportiva.

Ahora, volviendo al momento en el que nos encontrábamos, Esther se encontraba a un lado de mí, ambas sentadas en el sillón más grande con una pierna cruzada en el brazo de este mismo y las miradas perdidas en algún punto del suelo, Marie miraba su rostro en un espejo cualquiera y Martha intentaba comprender un caso que su maestro de leyes les había dejado como tarea. Sin embargo, ninguna podía pensar en algo que no fuesen esos traseros majestuosos y músculos de gladiadores que habíamos visto en diferentes áreas del campo.

— En la nariz tengo la ciudad de los poros. Los poreños, chicas — dijo Marie, apretando con sus uñas la piel rojiza de la nariz.

Un suspiro lento y pesado brotó de mi garganta, mientras Esther negaba con la cabeza un par de veces y clavaba sus ojos en mí.

— Sus ojos. — susurró mi amiga.

— Su cabello. — le respondí, recordando el color caramelo que baja por su frente.

Negué sin comprender por qué nos habían impactado tanto. Eran chicos, nada del otro mundo. No tenían alas, tampoco poderes o un millón de dólares en cada mano, pero nos habían hipnotizado, sobre todo a ella, porque el chico que le gustaba parecía un boxeador con la quijada desviada y mucha experiencia.

Cuando le mencioné ese pequeño defecto físico, mi mejor amiga solo me dijo que su quijada chueca era adorable y, aunque no era algo muy notorio, yo solía fijarme en cada maldito detalle que podía tener un hombre.

— ¿Notaste su sonrisa?

— Chueca, por cierto. — le dije.

Una pequeña risotada se me escapó sin haberlo podido evitar. Ella me golpeó el brazo, indignada por mi risa y la poca apreciación que tenía por la belleza abstracta del chico.

— Fue como ver varias perlas acomodadas perfectamente en su hermosa boca — se quedó ida por un momento, recordando cómo sonría el moreno. En eso, una sonrisa de idiota se extendió por todo su rostro —. Quiero probar sus labios con dulce sobre ellos.

Iba a responderle, cuando Denisse abrió la puerta del apartamento con fuerza, asustándonos a todas y obligándonos a colocar nuestras manos sobre nuestros pechos, mientras intentábamos controlar los latidos furiosos de nuestros corazones que amenazaban con salir.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora