Ya conocía la sensación de estar en un lugar que no me parecía correcto ni me pertenecía. Estaba en el centro del sillón más grande, rodeada de parejas que no dejaban de tocarse hasta los pecados, y mi única acompañante era la cerveza fría que tenía en mano. Tomé un trago profundo, mientras el sabor amargo se deslizaba por mi garganta y enfriaba todo a su paso. Luego volví a mirar a las personas que cantaban, bailaban y gritaban emocionados, como si hubiesen activado la cámara lenta de alguna escena cinematográfica. ¿Cómo era posible que pudieran ser tan felices?
Para ese momento había perdido la noción del tiempo y prácticamente me importaba muy poco si destruían mi apartamento o si utilizaban mi habitación como el cuarto de un motel cualquiera, mucho menos que estuviera en medio de la fiesta de mis veintidós años. Lo único que me importaba era que algo dentro de mí dolía, ardía y se sentía frío; que tenía una botella de cerveza en mi mano y un cigarro en la otra, y nada podía ser más depresivo.
Las cosas habían regresado casi a la normalidad. Éramos solo Esther y yo. Juntas sin importar qué. Aunque, claramente, había efectos secundarios que ninguna de nosotras quería admitir. En las noches no podía dormir, en la mañana me la pasaba llorando a escondidas y mi momento favorito del día era cuando compraba más cervezas para poder sostener mi estado de ebriedad. Falté a clases los últimos dos días de la semana, fingiendo que tenía un virus mortal del que probablemente no iba a salir viva, y Esther pensó que lo mejor era desconectar el maldito teléfono. Pero, para ser sincera, era más torturador pensar que, mientras el teléfono estaba sin tono, ellos pudieron haber llamado y ninguna estaba lista para escuchar la voz de alguno de ellos. Una manera muy masoquista de querer asimilar las cosas, lo sé.
Miré la botella en mi mano. El licor no es un buen acompañante, ya lo había dicho ¿cierto? Pero ayudaba en cierto sentido, al menos para no estar tan consciente del dolor que se introducía en mi alma como insectos endemoniados. En eso, Esther salió de su habitación tambaleándose por los tacones y limpió una de las comisuras de sus labios con la palma de la mano. Supuse que había vomitado, pues llevaba haciéndolo desde hace unos días. Dejé la botella a un lado y le sostuve el brazo justo cuando estaba por caer de barriga.
— ¿Todo bien?
— Creo que no tomaré más tequila. — sonrió, apoyando uno de los costados en la pared.
— Me parece que deberíamos ir con el doctor, llevas varios días enferma.
Bufó.
— No creo que ese virus que te has inventado en verdad exista y, por lejos de eso, sabes que ese imbécil me odia.
— Y no lo culpo.
— Tú tampoco eres una santa.
— He tenido buenos momentos, cierto. ¿Quieres ir al apartamento de Martha? — negó — ¿Y bien?
— Es mi fiesta de cumpleaños, no puedo terminar mal muerta en medio de todos. Menos cuando faltan tres minutos para las dos de la mañana.
Le ayudé a llegar al sillón donde antes estaba y corrí a la pareja que casi se quitaba la ropa para poder sentarme como apoyo. Ella tomó un trago de algún líquido que tenía en el vaso y luego miró un punto en específico. La puerta. Sabía que esperaba verlo pasar por ahí con su sonrisa chueca y los rasgos latinos que le volvían loca, y no le iba a permitir que se confundiera más
— Él no vendrá.
— ¿Porque le dije que no lo hiciera o porque no le importa?
— ¿Es necesario decirlo?
Sonrió, pero esa sonrisa no llegó a sus ojos y por cierto momento quise saber qué estaba pensando. Me imaginé que podía ser tan masoquista como yo y recordar ciertos momentos; ciertas palabras.
ESTÁS LEYENDO
Juro que eras pasajero
Teen FictionSamantha Hurt gritaba aventura en cada ángulo de su rostro, y no precisamente una aventura de campo en pleno verano a como muchos imaginaran. Sam Hurt era una jugadora. Sam no creía en las historias de amor. Ella prefería la ciencia, y sus creencias...