Cuando te enterás que serás madre, algo cambia en tu vida y ese algo no es el hecho de que un feto está creciendo dentro de ti. No. Es como si los días pasaran más rápidos de lo normal. Cierras los ojos y es de día, los abres y es de noche. Y, espera, hay más. A veces todo es bello, a veces todo es triste y otras veces todo da asco. Comencé a odiar la papa y todas las maneras en las que pudiera ser preparadas: puré, fritas, cocidas. Mejor dicho, la papa en todas su existencia. Detestaba las mañanas y los desayunos con exceso de grasa me daban mal sabor. Me sentía cansada, enojada con la vida, sola. Y, a los casi cuatro meses y medio de estar en casa de mi madre, me había dando cuenta de que tenía una seria obsesión con la nutella.
Mi cuerpo comenzaba a cambiar poco a poco. En la semana dieciséis mi vientre ya no era totalmente plano, las mejillas ya no las tenía finas y mis caderas habían crecido un tanto, pero según mi madre todo eso totalmente normal y mi cuerpo iba a seguir cambiando. Todavía recuerdo el día que miré la báscula marcando los diez kilos que había aumentado en el último mes.
— Engordarás más. — dijo mamá —. Tu cuerpo solo se está adaptando al crecimiento del bebé y ya sabes que es más grande de lo que se esperaba.
— Feto. — me miró de mala gana —. Es un feto hasta el día que nazca. No lo llames bebé. Cualquiera sabe eso.
— Lo que sea. ¿Quieres comer algo?
Hamburguesas, pensé.
— Hamburguesas, pero sin papas.
En fin, el embarazo era un constante tengo hambre y hoy subí un kilo más. Muy aparte de eso, había ciertas cosas que me agradaban. Comía a la hora que quisiera sin excusas o ponerme a pensar que uno de los pantalones ya no me iba a quedar, porque dejaron de hacerlo meses atrás. Otra cosa era que podía dormir todo el día sobre una almohada que el señor Hurt me había obsequiado, pues mi relación con él... había mejorado. Ya no quería matarlo, ni tenía los ánimos, y llegué a pensar que, al final de todos esos meses, tal vez pudiera empezar a dirigirle la palabra.
Una tarde, acostada en el sillón más grande de la sala con frituras sobre mi barriga y una lata de maíz, sentí una punzada en el centro del estómago. Se sintió como un pedo maligno.
— ¡Diablos! — grité.
Mamá entró deslizándose sobre sus pantuflas y su novio, es decir, el señor Hurt, corrió detrás de ella. Ambos venían despeinados y mamá tenía el labial corrido, pero eso no importaba porque dentro de mí algo pasaba. Y no es como si el feto me hubiese importado mucho porque yo era más importante... siempre iba a ser más importante.
— ¡¿Qué sucede?!
— Creo que el feto murió.
Se sostuvo las greñas con ambas manos, asustada y confundida.
— ¡¿Lo mataste?!
— Todavía no, pero sentí un pedo y después todo desapareció...
— ¿Un pedo? — preguntó el señor Hurt.
— Si, si, una punzada... ¡Auch!
Mamá tiró uno de sus pañuelos favoritos al piso, lo pisoteó, saltó sobre él y luego presionó el puente de su nariz. Por cierto momento pensé que iba a lanzarse sobre mí para matarme, pero haber estado embarazada fue un buen argumento para que no lo hiciera. Me sentí tan invencible como voldemort. Fueron los mejores cinco segundos de mi vida.
— El bebé...
— Feto. — le interrumpí.
Hizo una mueca que me hizo callar.
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Juro que eras pasajero
Teen FictionSamantha Hurt gritaba aventura en cada ángulo de su rostro, y no precisamente una aventura de campo en pleno verano a como muchos imaginaran. Sam Hurt era una jugadora. Sam no creía en las historias de amor. Ella prefería la ciencia, y sus creencias...