Un día conocí a los padres de Diego. Eran amable, graciosos, emocionalmente estables. Me querían por lo que traía en el vientre y las sonrisas de su hijo. Su hermano era algo diferente. Tenía una mentalidad más abierta, las uñas pintadas de rojo y una novia feminista que iba a protestas dos veces a la semana. Me habló del aborto, los pros y los contras, que las decisiones de mi cuerpo eran mías y que iba a estar siempre de mi lado, pero que hubiese amado ser el tío Albert.
Comencé a quererlos de una forma diferente. Ellos no solo eran la familia de mi prometido, también era mi familia. Los mismos que me llenaban de juguetes para niñas, ropa de todas las edades, consejos entre chistes y postres exquisitos. Sabía lo que hacían, pero no quería detenerlos. En cierto sentido, ellos eran eso que siempre quise: estabilidad. Era maravilloso.
Por otro lado, mi cuerpo estaba repleto de estrías, las patadas no me dejaban en paz y lo único que podía ver era mi estómago creciendo y creciendo. Esa tarde mi plato repleto de pastel reposaba en mi ombligo. Lo poco que podía ver entre respiraciones era a Diego jugando con Santiago a quién podía pasar más tiempo sin respirar bajo el agua. A mi parecer eran dos niños pequeños intentando ser las mejores pareces del mundo.
Esther reía por las locuras de su prometido a un lado de mí. Se miraba hermosa, como si su misión en la vida hubiese sido ser madre. Muchas veces la miraba acariciando su vientre, otras la encontraba hablando sola, como si estuviese contando un cuente para que su hija estuviera bien, su lista ahora se basaba en nombres con significados importantes y tomaba las vitaminas a tiempo para que su bebé saliera lo mejor posible. Me preguntaba si yo me miraría de la misma manera.
— ¿Ya decidiste el nombre?
Negó.
— Todavía no, pero quiero algo que diga lo especial que será.
— ¿No te da miedo?
— ¿Qué cosa?
— Que sea tan especial que lleguen a lastimarla con más facilidad. Mira cómo ha cambiado el mundo.
Tenía la mirada perdida entre los movimientos del agua frente a nosotras. Nunca supe en qué pensó, pero toda la vida me imaginé que visualizaba el futuro de su hija, la combinación de los rasgos entre ambos plasmada en una cara diminuta y la felicidad que tendrían. A pesar de eso, solo me dijo una cosa:
— Será tan fuerte que podrá seguir adelante sin mi ayuda.
Años después le di la razón.
Dos semanas después llegó su momento. Todavía recuerdo los gritos mientras intentaba conducir, las llamadas constantes a su prometido y la vestimenta verde que me obligaron a ponerme para estar presente en el nacimiento de su hija. Las enfermeras preparaban todo con tanta rapidez que llegué a sentirme mareada, Santiago hiperventilaba y yo estaba ahí, viendo todo desde una perspectiva lejana. No podía creer lo que estaba por suceder. Me negaba a aceptar que nuestras vidas estaban por cambiar por la llegada de un bebé. Y, cuando estaba por irme, una de las enfermeras más enojadas del hospital, me hizo retroceder.
— Señorita, lamento informarle que su doctora no se encuentra disponible, pero otro doctor le atenderá. ¿Qué hace?
— Este bebe no nacerá hoy. Creo que hace falta un mes...creo que aguanta. Si no es la doctora, entonces no es nadie. Sam, trae el auto, cariño.
— ¿Qué?
— ¡Trae el auto!
— ¡No! — la tomé de los hombros, molesta por alguna razón que desconocía — Pon tu trasero cómodo porque hoy nacerá.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y me susurró:
— No estoy lista.
Sabía que no estaba lista. Lo miraba en sus ojos oscuros y las manos que aferraba con fuerza a la camilla. Estaba asustada, nerviosa y con miedo; pero también estaba segura de que iba a ser la mejor madre del mundo y yo me iba a asegurar de eso. Me sacudí los miedos y las voces que me gritaban que los cambios eran malos, que iba a perderla, y sostuve su mano hasta que el llanto de un bebé rompió los gritos de su propia madre. Nos tomó muchas horas poder conocerla, tocarla.
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Juro que eras pasajero
Teen FictionSamantha Hurt gritaba aventura en cada ángulo de su rostro, y no precisamente una aventura de campo en pleno verano a como muchos imaginaran. Sam Hurt era una jugadora. Sam no creía en las historias de amor. Ella prefería la ciencia, y sus creencias...